El profeta Samuel unge al futuro rey David (Primer libro de Samuel 16,1-13) |
Queridas religiosas, a quienes quiero saludar especialmente en este año de la Vida Consagrada, agradeciéndoles su presencia, su testimonio y su servicio junto a nuestras comunidades.
Queridos diáconos, queridos presbíteros; querido Mons. Roberto Cáceres, nuestro Obispo emérito, que el 16 de este mes, Dios mediante, cumplirá sus 94 años.
Aquí nos encontramos todos, reunidos en esta Catedral que es la Casa de Dios y nuestra casa; la casa del Pueblo de Dios que peregrina en Cerro Largo y Treinta y Tres: la Diócesis de Melo.
Estamos aquí convocados por Jesucristo, a quien el Padre Dios ungió “con óleo de alegría” (Sal 45,8 - Heb 1,9). El mismo Jesús nos dice, en el Evangelio que acabamos de escuchar: “el Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción”. Aplicando a sí mismo las palabras del profeta Isaías, Jesús se presenta como portador de una Buena Noticia, motivo de alegría para los pobres, los cautivos, los ciegos, los oprimidos. Jesús manifiesta que Dios se acuerda de quienes padecen en el cuerpo y en el espíritu, de quienes están heridos o enfermos, de quienes sufren distintas formas de injusticia u opresión y ha enviado a su Hijo para que todo aquel que lo encuentre, todo aquel que crea en Él y entre en comunión con Él tenga Vida. Vida plena, Vida verdadera, Vida Eterna: desde ahora y para siempre.
El nombre de esta Misa, Misa Crismal, hace referencia al Santo Crisma. Este óleo, que se prepara con aceite de oliva y perfume, es consagrado hoy para ser utilizado en los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Ordenación Sacerdotal en toda nuestra diócesis hasta el año próximo. Otros dos óleos son bendecidos: el de los Catecúmenos, con que se unge a quienes van a ser bautizados, y el que se utiliza en la Unción de los Enfermos, el sacramento de la fortaleza y la esperanza.
El gesto de la unción con aceite es muy antiguo y aparece muchas veces en la Biblia. La unción tiene un papel muy importante para consagrar a las personas que Dios llama para servir a su Pueblo. En el Antiguo Testamento vemos como eran ungidos los reyes y los sacerdotes. Los profetas no eran ungidos con aceite, pero se les consideraba ungidos porque en ellos actuaba el Espíritu Santo.
Pero el aceite estaba muy presente en la vida cotidiana del Pueblo de Dios. No sólo en la cocina o en la comida. Con aceite se preparaban los perfumes. Ungirse con aceite perfumado era un signo de alegría y de fiesta. El Pueblo de Dios se alegraba cuando se reunía en las peregrinaciones, en las grandes fiestas. Un salmo expresa esos sentimientos: “¡Qué bueno y qué tierno es ver a los hermanos vivir juntos!”, dice el salmo y compara esa alegría a la unción: “es como un aceite refinado en la cabeza” (Sal 133,1-2). Cuando Jesús propone el ayuno, como lo hemos recordado al comienzo de la Cuaresma, nos dice que no pongamos cara triste ni desfiguremos el rostro, sino que nos lavemos y nos pongamos perfume como para una fiesta. Eso quería decir: ungirse la cabeza con aceite perfumado. Así que aún ese gesto penitencial Jesús invita a vivirlo con alegría y a guardar la penitencia en el secreto con el Padre.
Entonces, alegrémonos también nosotros, de vernos hoy reunidos como hermanos, como estuvimos hace poco junto a la Cruz del Cerro Largo, como estaremos este año en Treinta y Tres en octubre, en nuestra Fiesta Diocesana. Dios quiera que, creciendo en comunión con Jesús, podamos cada día impregnarnos más de su perfume. Y que en la misión, que va empezando a organizarse y a realizarse en cada una de las parroquias, podamos ser “el buen olor de Cristo” (2 Co 2,15) el perfume de Cristo para nuestros hermanos.
Pero bien sabemos que nuestra vida no es toda fiesta ni alegría. Nos golpea muchas veces un mundo lleno de individualismo e indiferencia, de mentira y corrupción, de divisiones y enfrentamientos, de insultos y violencia. Y nos duele encontrar a veces en nuestro propio corazón el deseo de actuar del mismo modo, o aún haberlo hecho realmente.
Allí miramos hacia Jesús Buen Samaritano, que viene a curar a la humanidad herida con su vino y su aceite. La Unción de los enfermos hace presente a Cristo que viene a nuestro encuentro en las horas de sufrimiento e incertidumbre; pero no es sólo a través de ese sacramento que Él nos sana y nos salva. La Reconciliación es también un sacramento de sanación, que sana más profundamente cuanto más abrimos nuestra vida al Señor. Se la abrimos por medio de un examen de conciencia que vaya más allá de lo superficial y accesorio para entrar en los rincones más oscuros del corazón, confiados en la misericordia del Padre.
El aceite aparece también en la Palabra de Dios como signo de consolación. En la primera lectura que hemos escuchado, el profeta Isaías anuncia el consuelo del pueblo en todos sus sufrimientos. El Ungido del Señor viene “a consolar a todos los que están de duelo, a poner en sus cabezas una diadema en lugar de ceniza y a cambiar su ropa de luto por el óleo de la alegría” (Is 61,3).
Esta consolación que Dios ofrece es mucho más que una caricia o una palmadita en la espalda. Es la fuerza del Espíritu Santo que mueve nuestra alma, que enciende el amor a Jesús y al mundo al que Él quiere salvar, que nos permite vencer resistencias y tentaciones para seguir al Señor, que aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad y nos llena de alegría (cf. S. Ignacio, EE.EE., 316). No una alegría ingenua y superficial, sino una alegría interior, profunda. De ese consuelo y esa alegría nace nuestro compromiso cristiano.
Esa es la alegría del Evangelio que el Papa Francisco nos invita a vivir, renovando nuestro encuentro personal y comunitario con Jesucristo. Con Jesucristo muerto y resucitado; con Jesucristo que grita desde la Cruz su abandono, llamándonos a verlo y a servirlo en todos los abandonados de hoy. Con Jesucristo que ha dado su vida por nosotros para que todos los que vivimos en este mundo encontremos y tengamos en Él la Vida verdadera y la verdadera alegría. Así sea.
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