sábado, 20 de mayo de 2017

El Espíritu Paráclito (Juan 14,15-21).VI Domingo de Pascua.




“En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Junto con estas palabras, con las que iniciamos la Misa o un momento de oración, hacemos un gesto: la señal de la cruz. ¿Cuántas veces en el día lo hacemos? Mucha gente lo hace… a veces un poco apurada, a veces sin decir nada, a veces sin saber exactamente cómo hacerlo y muy posiblemente sin entenderlo.

Lo hacemos diciendo estas palabras y haciendo estos gestos: “En el nombre del Padre” tocando la frente; “Y del Hijo” tocando el pecho; “Y del Espíritu Santo” tocando los dos hombros, empezando por el izquierdo. Aunque no la nombramos, nuestro movimiento traza la cruz, en la que Jesús, el Hijo de Dios, hizo su entrega de amor por nosotros y por nuestra salvación.

En Grecia y otros países del Oriente de Europa, que pertenecen a la Iglesia Ortodoxa, esa última parte se comienza en el hombro derecho.

A veces se termina haciendo una cruz con los dedos y besándola, o poniendo la mano sobre el corazón, que es el centro de la persona, de donde sale nuestro “sí” a Dios.

Hacer la señal de la cruz o “santiguarse” es una manera de invocar a Dios, de poner en manos de Él nuestra jornada, lo que vamos a hacer, o el recuerdo de alguna persona querida. Hacerla al pasar delante de una Iglesia es reconocer que Dios está presente allí de una manera especial, sobre todo si allí hay un sagrario. Lo mismo delante del cementerio, al que antiguamente se le decía “camposanto”, lo que expresa que hay algo sagrado en ese lugar donde descansan los restos de nuestros muertos en espera de la resurrección.

Hacer la señal de la cruz no es –no debería ser nunca– un gesto supersticioso o mágico. Es expresar que estamos conscientes de que siempre estamos en la presencia de Dios.

Al “hacer la señal de la Cruz” nombramos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Los cristianos creemos en un solo Dios, pero que se manifiesta en esas tres personas.

No es difícil imaginar al Padre, verlo como el Creador… Dios es invisible, pero en nuestra imaginación podemos pintarlo como un anciano lleno de vigor, como lo hizo Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.

Menos trabajo nos da imaginar al Hijo, porque, siendo invisible, se hizo hombre. Tomó nuestra carne y el nombre de Jesús de Nazaret. Caminó por esta tierra, trabajó, compartió nuestra vida. Se hizo el rostro humano de la Misericordia de Dios, culminando la entrega de toda su vida con su muerte en la cruz. Resucitando, abrió para la humanidad el camino hacia Dios.

Ahora, cuando decimos “Espíritu Santo”, ya no es tan fácil imaginarlo… porque, ¿cómo podemos representar un Espíritu? En los evangelios se dice que en el Bautismo de Jesús el Espíritu Santo descendió “en forma de paloma” y, desde entonces, es así como se lo suele representar.

En el Evangelio que vamos a escuchar este domingo, Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo.
Jesús se está despidiendo de sus discípulos, antes de su pasión, muerte y resurrección. Como todas las veces que una persona querida nos dice que se va, eso produce gran tristeza en los amigos de Jesús.

Sin embargo, Jesús promete que no los dejará solos y anuncia que les enviará “un paráclito”. Vamos a volver a hablar del Espíritu Santo en otro programa, pero hoy quiero detenerme en esa palabra rara.

“Paráclito” es una palabra griega (los evangelios, en la forma que los conocemos hoy, fueron escritos en griego). Entender esta palabra nos va a ayudar a entender un poco más quién es el Espíritu Santo y qué puede hacer por nosotros.

Vamos a empezar por la segunda parte de esa palabra paráclito: “clito”. Este “clito” viene de un verbo griego que significa “llamar”, llamar a alguien. Entonces, la primera cosa que nos dice esta palabra “paráclito” es que el Espíritu Santo es Alguien al que podemos llamar, al que podemos invocar cuando lo necesitamos.

La primera parte de “Paráclito”, es “Para”. Es el mismo “para” que encontramos en otra palabra griega: “paralelas”, y quiere decir “al lado”. Las líneas paralelas son las que van una al lado de la otra.

Entonces, lo que nos dice esta palabra “paráclito” es que el Espíritu Santo es el que podemos llamar para que esté a nuestro lado en el momento en que necesitamos apoyo, fortaleza, consuelo.

Pero la historia de esta palabra sigue, y vean por dónde. Cuando la Biblia se traduce al latín, Paráclito se convierte en Advocatus. “Ad”, al lado, como en “Adjunto”. Vocatus, llamado, como en “vocación”, que es el llamado que siente una persona en su vida.

De esa palabra latina “advocatus” viene nuestra palabra “abogado”. Si tenemos que recurrir a un abogado es porque nos hemos metido en algún problema, tenemos algún conflicto que hay que resolver legalmente… si hemos sufrido una injusticia, si nos sentimos indefensos, todos valoramos el encontrar un buen abogado que nos defienda, que nos acompañe, que nos dé confianza. Hay muchísimas películas donde aparecen el abogado y su defendido. Vemos como el abogado es el que habla por su cliente, el que dice, en nombre de su defendido “mi cliente se declara inocente”.

Los primeros cristianos nos han dejado el testimonio de haber sentido muy cerca al Espíritu Santo cuando eran perseguidos, cuando tenían que presentarse ante un tribunal solo por el hecho de ser cristianos. Ahí se hacían verdad las palabras de Jesús:
“cuando los lleven y los entreguen, no se preocupen de antemano por lo que van a decir (…) no son ustedes los que hablarán, sino el Espíritu Santo”. 
El Espíritu Santo hablaba como “abogado defensor”.

Dije testimonio de los primeros cristianos… pero sigue habiendo hoy mártires, es decir testigos. Lo ha recordado, hace poco el Papa Francisco, que ha hecho memoria
“de los nuevos mártires, de tantos cristianos asesinados por las desequilibradas ideologías del siglo pasado, y asesinados sólo porque eran discípulos de Jesús”.
Sigue diciendo el Papa:
“El recuerdo de estos heroicos testimonios antiguos y recientes nos confirma en la conciencia que la Iglesia es una Iglesia de mártires. Ellos han tenido la gracia de confesar a Jesús hasta el final, hasta la muerte. Ellos sufren, ellos dan la vida, y nosotros recibimos la bendición de Dios por su testimonio”. Y existen también, -agregó- tantos mártires escondidos, hombres y mujeres fieles a la fuerza humilde del amor, fieles a la voz del Espíritu Santo, que en la vida de cada día buscan ayudar a los hermanos y de amar a Dios sin reservas.” (Homilía en la Basílica de S. Bartolomé, 22.04.2017)

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