viernes, 28 de julio de 2017

El Tesoro de la Sabiduría (Mateo 13, 44-52). Domingo XVII durante el año.




“Un tesoro escondido” nos hace pensar en historias de piratas… un cofre que guarda monedas de oro, piedras preciosas, joyas… El cofre era enterrado en un lugar, se hacía un plano que conducía a él. Ese plano se convertía también en una valiosa pieza de papel, aunque a veces solo contenía una ilusión.
La tierra donde vivió Jesús fue siempre –y desgraciadamente, sigue siendo– un lugar de guerras y conflictos. Siglos antes de Jesús, las grandes potencias de la época: Egipto y Mesopotamia, enfrentaban sus ejércitos, cruzando por esa tierra que estaba en el medio. Cuando el peligro amenazaba, aquellos que tenían algo de valor lo escondían. Enterraban sus monedas y sus joyas guardadas en una vasija de arcilla. A veces pasaba demasiado tiempo, se olvidaba el lugar, o moría la persona que conocía el secreto… y entonces podía suceder lo que cuenta Jesús en esta pequeña parábola:
«El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo.»
Cuando un granito de arena se introduce dentro de la caparazón de una ostra, este animal marítimo no tiene forma de retirar esa presencia molesta. Sin embargo, su cuerpo puede producir una sustancia llamada nácar, con la que va recubriendo el cuerpo extraño. Ese proceso continúa a lo largo de años, a veces hasta diez, cubriendo totalmente el objeto con una o dos capas de nácar. Se ha formado una perla.

El valor de una perla está dado por su forma (una esfera perfecta, por ejemplo), por la rareza de su color (casi toda la gama del blanco al negro) y por su tamaño.
Cronistas de la antigüedad nos dejaron noticias de algunas perlas muy valiosas, que estuvieron en manos de personajes famosos. Julio César regaló a Sempronia, madre de su futuro asesino Bruto, una perla que valía un millón y medio de denarios. El denario era la moneda con la que se pagaba el jornal, lo que nos da una idea… La famosa reina Cleopatra de Egipto tenía una perla valorada en 25 millones de denarios…

Esto es el telón de fondo de esta otra parábola que Jesús cuenta junto a la del tesoro escondido:
«El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró.»
Las dos parábolas dan la misma idea. Alguien ha encontrado algo muy valioso. Ese hallazgo le da una gran alegría. Movido por esa alegría, por esa felicidad tan grande, deja todo lo que hasta ahora ha sido valioso para él, para quedarse con lo que ha encontrado.

Ahora, ¿Cuál es ese tesoro? ¿Qué representa esa perla fina?

La primera lectura que escuchamos en las misas de este domingo, tomada del Primer libro de los Reyes (3, 5-6a. 7-12) nos da una clave. Tenemos allí al joven Salomón, que está por comenzar su reinado. Dios se le aparece en la noche y le dice que puede pedir lo que quiera.
¿Qué se le puede pedir a Dios, sino lo más valioso? ¿Y qué es lo más valioso para un rey? ¿Una larga vida? ¿Riquezas? ¿La muerte de sus enemigos? No. Nada de eso. Esta es la oración de Salomón.
«Señor, Dios mío,
has hecho reinar a tu servidor en lugar de mi padre David,
a mí, que soy apenas un muchacho y no sé valerme por mí mismo.
Tu servidor está en medio de tu pueblo,
el que Tú has elegido, un pueblo tan numeroso que no se puede contar ni calcular.
Concede entonces a tu servidor un corazón comprensivo,
para juzgar a tu pueblo,
para discernir entre el bien y el mal.
De lo contrario, ¿quién sería capaz de juzgar a un pueblo tan grande como el tuyo?»
Salomón pide la sabiduría “para juzgar”. El rey tenía, entre otras, esa función: hacer justicia, intervenir en los diferentes conflictos que podían darse entre sus súbditos. Salomón pide discernir entre el bien y el mal y, a la vez, tener un corazón comprensivo.

Esa oración de Salomón inspiró al autor del libro de la Sabiduría, el más nuevo de los libros del Antiguo Testamento, escrito entre 50 y 30 años antes del nacimiento de Cristo. En el libro de la Sabiduría se pone en boca de Salomón una oración más desarrollada (Sb 9,1-6.9-11). Allí se pide la sabiduría no como una cualidad humana, sino como algo que viene de Dios mismo:
9 “Contigo está la sabiduría, conocedora de tus obras,
que te asistió cuando hacías el mundo,
y que sabe lo que es grato a tus ojos
y lo que es recto según tus preceptos.”
4 “Dame la sabiduría asistente de tu trono”
6 “Porque aunque uno sea perfecto
entre los hijos de los hombres,
sin la sabiduría, que procede de ti,
será estimado en nada.”
10 Mándala desde tus santos cielos,
y de tu trono de gloria envíala,
para que me asista en mis trabajos
y venga yo a saber lo que te es grato.
11 Porque ella conoce y entiende todas las cosas,
y me guiará prudentemente en mis obras,
y me guardará en su esplendor.
La Sabiduría es presentada no sólo como un atributo de Dios, como decir “Dios es sabio”, sino como una persona, Alguien que está al lado de Dios, que lo asiste en sus trabajos.
Leyendo el libro de la Sabiduría, los cristianos vieron en la Sabiduría el anuncio de Jesucristo:
Jesucristo, Palabra eterna del Padre, por la cual se hizo todo lo que existe (Juan 1,1-3), Palabra de Vida (1 Jn 1,1)
Jesucristo, sabiduría de Dios (1 Co 1,24.30)
Jesucristo, imagen de Dios invisible (Col 1,15)
Jesucristo, resplandor de la gloria del Padre… que sostiene todo con su palabra poderosa (Heb 1,3)
Ahí está el tesoro escondido, la perla fina: la sabiduría que viene de Dios. La sabiduría que encontramos en la persona misma de Jesucristo. No dejemos de pedirla… y recibirla con la misma alegría que el hombre que encontró el tesoro, porque hemos encontrado el tesoro más grande.

1 comentario:

Marcos dijo...

Gracias por destacar el buen ser de Miguel y que decir que por su testimonio y vida Dios paso por melo