jueves, 20 de julio de 2017
La marihuana, la vida, la familia y los amigos.
Las leyes de un país buscan muchas veces resolver los conflictos y problemas de la sociedad a través de acuerdos trabajosos, donde se busca armonizar en lo posible distintas maneras de pensar, de modo de llegar a algo aceptable para todos o al menos para una mayoría.
El hecho de que algo se convierta en legal no significa que sea bueno. A veces es la forma de resolver un problema social, aún sabiendo que no es una solución perfecta, porque humanamente no la hay o es difícil encontrarla, y por eso no es posible conformar a todos.
¿Son cosas buenas el divorcio, el aborto, la prostitución, el juego de azar, el alcohol, el tabaco y ahora la marihuana? Detrás de cada una de estas palabras podemos encontrar muchas veces realidades muy dolorosas, que han destrozado vida de familias y personas.
Hace cinco años, cuando se estaba discutiendo la regulación del consumo de marihuana en el Uruguay, la Sociedad de Psiquiatría del Uruguay hizo una declaración en la que señalaba los diferentes daños que puede traer el consumo de marihuana en sus distintas formas, sea el consumo intenso en un momento dado (intoxicación aguda), el uso frecuente o la dependencia ya instalada. Vale la pena leerla detenidamente. Es breve y clara. (Sociedad de Psiquiatría del Uruguay y Sociedad de Psiquiatría de Infancia y Adolescencia ante el proyecto de legalizar la venta de la marihuana).
Hace poco, hablando con un médico joven, éste me hizo una confidencia “no puedo entender a una persona adicta… no me cabe en la cabeza, no entiendo porqué hace eso”.
Me sorprendió ese desconcierto, pero cuando me puse a pensar cómo se podía responder, cómo se podía explicar, me encontré yo mismo con que no es fácil. Es realmente muy complejo, hay muchas causas… cada historia es diferente.
Historias diferentes, pero en el fondo hay siempre un vacío que se trata de llenar, una herida siempre abierta, un dolor que se trata de olvidar. Hace poco teníamos los datos de suicidio en Uruguay. Una cifra muy alarmante, más de lo que parece, porque para llegar a esa cifra hay muchos más intentos.
El dolor más profundo es sentir que la vida no tiene sentido y que de alguna u otra forma hay que huir de ella. Ya no vale la pena vivir...
En la Diócesis de Melo tenemos dos centros de recuperación de adictos de Fazenda de la Esperanza. Lo que se busca allí no es simplemente dejar de consumir: es reencontrar un sentido de la vida. Creo que ésa es la buena dirección que entre todos tenemos que buscar: ayudar a que la vida de cada persona tenga sentido, valga la pena.
Hace muchos años, en un encuentro de jóvenes se les preguntó cuáles eran las tres cosas que no querían perder de ninguna manera. La mayoría respondió: “la vida, la familia, los amigos”. ¿Qué responderían hoy los jóvenes? En definitiva: ¿cuál es el horizonte que los adultos les mostramos a los jóvenes? Busquemos entre todos la forma de que la vida, la familia y los amigos sean algo que valga la pena y que ellos (ni nosotros) queramos perder, de ninguna manera.
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