viernes, 16 de junio de 2023

Sagrado Corazón de Jesús: "El amor del Señor permanece para siempre" (Salmo 103,17)


 “El amor del Señor permanece para siempre” (Salmo 103,17), 

leemos y rezamos en uno de los salmos.

El autor de ese salmo murió hace mucho más de dos mil años. No vivió para siempre, al menos en esta tierra. ¿Cuánto tiempo habrá vivido? Tal vez fue bendecido por una vida larga, medida en tiempos humanos… tal vez alrededor de cien años. ¿En qué momento de su vida escribió eso? ¿En el entusiasmo de la juventud o en la madurez del anciano? ¿Cómo pudo afirmar, con tanta certeza algo que lo supera en el tiempo? ¿Cómo puede decirnos que el amor del Señor permanece “para siempre”?

Humanamente hablando, podemos pensar que el salmista no habla únicamente de una experiencia personal, la de la presencia del Señor en su corta vida, sino la experiencia de su pueblo, que, en su caminar de siglos, experimentó permanente esa presencia. No solo la presencia de Dios: sino la presencia del amor y de la misericordia de Dios.

Otro salmo, el 136, recuerda las intervenciones de Dios, como creador de todo lo que existe y como salvador de su pueblo. A cada obra que es recordada, se recuerda que Dios la hizo “porque es eterno su amor”.

Hay, pues, una memoria de toda la comunidad creyente que da testimonio del amor de Dios.

Un amor vivido no solo cuando fueron rescatados del peligro, sino también vivido como amor exigente, que corrige, que llama sin descanso a todo aquel que se aleja, a que vuelva a Dios.

Pero no se trata solo de una vivencia humana. El salmista afirma “el amor del Señor permanece para siempre” bajo la inspiración del Espíritu Santo, autor último de la Sagrada Escritura. Por eso seguimos alabando al Señor con el rezo de 

“salmos, himnos y cantos inspirados, cantando y celebrando al Señor de todo corazón” (Efesios 5,19)

como aconseja san Pablo a los Efesios y tal como hacen nuestras hermanas salesas a lo largo de cada jornada. 

Lo que manifiesta el salmista, como todo lo que la Escritura afirma para nuestra salvación 

“debe tenerse como afirmado por el Espíritu Santo” (Dei Verbum, 11). 

El amor de Dios, el amor que permanece para siempre, se hace patente en el Corazón de Jesús. ¿Dónde está el corazón de Jesús? 

Él mismo nos dice: 

“allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón” (Lucas 12,34). 

Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, experimenta el amor del Padre en su propio corazón. 

Su corazón está puesto en el querer del Padre, en su voluntad. Y esa voluntad del Padre, voluntad de salvación, lo lleva a poner en su corazón otro tesoro: la humanidad entera, llamada a encontrar a su creador y a participar para siempre de su vida divina.

Para eso, Jesús ha dado la vida. Para eso fue traspasado su corazón: para que de él brote para nosotros la vida nueva, la vida en Dios.

Mientras tanto, vamos haciendo nuestro camino por la vida, donde nos encontramos con los signos del amor de Dios. A medida que envejecemos, vemos a nuestro alrededor los cambios del mundo. Nada nuevo. Recordemos el Eclesiastés: 

“nada nuevo bajo el sol” (Eclesiastés 1,9).

Cada generación, a su tiempo, vivió la inquietud, la inestabilidad, las incertidumbres de los cambios históricos, de los cambios de época. A veces nos angustiamos frente a todo eso.

¡Qué consuelo encontramos, entonces, en las palabras del salmista! Porque unas cosas caen, otras se levantan, pero “el amor de Dios permanece para siempre”.

Desde su corazón, Jesús nos llama: 

“vengan a mí, todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré” (Mateo 11, 25-30).

Cuando tantas cosas se han perdido, cuando tantas personas queridas se han ido, Él sigue allí. El Señor sigue allí. Él no se va. Su promesa sigue en pie. Y nosotros venimos y vamos a su encuentro y, a partir de ese encuentro con Él y con nuestros hermanos y hermanas en la fe, se nos hace posible volver a empezar; sanar y recomenzar a caminar en el amor de Dios que permanece para siempre.

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