miércoles, 8 de noviembre de 2017

Estén prevenidos (Mateo 25,1-13). Domingo XXXII durante el año.




"De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos".
Eso dice el Credo acerca de la segunda venida de Jesucristo.
"Estén prevenidos" nos dice el mismo Jesús, para que podamos mostrarle, al encontrarnos definitivamente con Él, nuestra lámpara encendida.
Mi reflexión sobre el evangelio de San Mateo 25,1-13, correspondiente al Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, ciclo A, 12 de noviembre de 2017.
+ Heriberto Bodeant, Obispo de Melo, Uruguay

 ¿Estás preparado? ¡qué pregunta! Sobre todo si lo que viene después es algo muy serio…
¿Preparado para el examen?
¿Preparado para una entrevista para pedir empleo?
¿Preparado para empezar a trabajar?
¿Estás preparado… para casarte, para ser padre… estás preparada para ser madre…?

Aunque nunca estamos del todo preparados para las grandes cosas de la vida, hay gente que se aparece sin prepararse en absoluto… gente buscando empleo que se presenta a una entrevista con aspecto muy desprolijo… estudiantes que se presentan al examen sin haber estudiado nada… parejas que se casan en pleno enamoramiento, sin dejar madurar su amor y que se separan a la primera dificultad… todas esas cosas hacen que los adultos movamos la cabeza… hasta que recordamos nuestros propios momentos de precipitación y desatino.

El Evangelio que escuchamos hoy nos ubica otra vez en el ambiente de una Boda. La Boda, a lo largo de toda la Biblia, es el signo de la relación de Dios con su Pueblo: una relación de Alianza. La palabra “testamento” que usamos para nombrar las dos partes de la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento, estaría en realidad mejor traducida como “Alianza”: el libro de la antigua alianza, el libro de la nueva alianza. En esa relación de alianza Dios se compromete con la humanidad como un novio con su novia y espera de ella la respuesta a su amor comprometido que Dios siente.

Por eso la Boda es también el gran signo del final de los tiempos: es el reencuentro de la humanidad con Dios, donde Dios es el novio y la humanidad la novia… en el libro del Apocalipsis, junto a las imágenes que llenan de pavor al lector, hay sin embargo una visión esperanzadora del final de los tiempos:
“Vi un cielo nuevo y una tierra nueva - porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo.
Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y el Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado».” (Ap 21,1-4)

En la parábola que hoy cuenta Jesús, hay diez personas que tienen una misión especial. Son diez jovencitas; no se han casado, no han tenido relación con ningún hombre: diez vírgenes. A ellas les corresponde recibir al novio cuando llegue, con lámparas encendidas. No es simplemente para alumbrar: su luz es parte de la fiesta, es expresión de la alegría con que se quiere recibir al novio que llega… pero para poder ofrecer la luz, las muchachas tienen que estar preparadas, no solo para la llegada, sino también para la espera.

El Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo.

Jesús nos avisa desde el comienzo que las diez no tienen la misma actitud:

Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes. Las necias tomaron sus lámparas, pero sin proveerse de aceite, mientras que las prudentes tomaron sus lámparas y también llenaron de aceite sus frascos.

Y aquí, todos los que hemos estado en un típico casamiento uruguayo notaremos que, curiosamente, no es la novia la que se hace esperar, sino el novio:

Como el esposo se hacía esperar, les entró sueño a todas y se quedaron dormidas.

Aquí la cuestión no es si pasar o no pasar la noche en vela. Las diez se quedaron dormidas. Pero las consecuencias de las diferentes actitudes se van a manifestar cuando llegue el novio.

A medianoche se oyó un grito: «Ya viene el esposo, salgan a su encuentro».
Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas. Las necias dijeron a las prudentes: «¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?» Pero éstas les respondieron: «No va a alcanzar para todas. Es mejor que vayan a comprarlo al mercado».

Entonces ¿qué sucederá que las que no estaban preparadas?

Mientras tanto, llegó el esposo: las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta.
Después llegaron las otras jóvenes y dijeron: «Señor, señor, ábrenos».
Pero él respondió: «Les aseguro que no las conozco».
Estén prevenidos, porque no saben el día ni la hora.

En la Iglesia Católica y en otras Iglesias cristianas profesamos la fe en una segunda venida de Cristo y un final de los tiempos, un final de la historia. Decimos en el Credo, expresión de esa fe, que Jesucristo

“de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin”.

¿Cuándo sucederá eso? Muchos de los primeros cristianos pensaban que esa segunda venida de Cristo era inminente, que estaba realmente muy próxima. Al pasar los años se hizo evidente que el final no estaba necesariamente cercano. Esta parábola ilumina esa percepción, ese sentir, al decirnos que “el esposo se hacía esperar”. Por eso, de lo que se trata es de estar preparados también para la demora, para la espera, sin desanimarse ni abandonar la vida cristiana. El mismo Jesús advierte en el Evangelio que nadie sabe el día ni la hora.

A lo largo de la historia terremotos y tsunamis, guerras sangrientas y bombas atómicas, la peste o el SIDA, las hambrunas, han sido vistas como signo de la proximidad de ese final. Pero aunque no le toque a nuestra generación ni a la siguiente presenciar la venida gloriosa de Cristo, sí tenemos una certeza: nuestra vida, la vida de cada uno de nosotros, tal como la conocemos hoy, terminará, llegará a su final.

Desde la fe creemos que la vida no se termina, sino que se transforma; porque como reza la Iglesia en el día de difuntos, en Cristo “brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, a quienes la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.” (Prefacio de difuntos I). En miras a esa vida eterna en Cristo, queremos desde ahora “vestir el traje de fiesta” y tener el aceite necesario para que nuestra lámpara se mantenga encendida; es 9decir, con la Gracia de Dios, vivir una verdadera, auténtica, vida cristiana.

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