viernes, 23 de noviembre de 2018

Cristo Rey, testigo de la verdad (San Juan 18, 33b-37)







Una pregunta que podría aparecer en esos concursos de televisión que ponen a prueba el conocimiento de las personas es cuántos reyes y reinas hay todavía en el mundo.
En nuestra América de repúblicas (pero no siempre de verdaderas democracias) los reyes son personajes de cuentos o de la historia colonial.
En Europa, y sin entrar en la compleja realidad de Asia, hay actualmente siete reinos: Reino Unido, Noruega, Suecia, Dinamarca, Bélgica, Países Bajos y España. Sin embargo, son monarquías constitucionales, donde el Rey desempeña la función de Jefe de Estado, pero no ejerce el gobierno, que está en manos de un primer ministro elegido por el Parlamento.

En tiempo de Jesús la monarquía era la forma de gobierno más conocida. Su propio pueblo guardaba el recuerdo del gran rey David, de cuya familia descendía José, el esposo de María. Jesús es llamado frecuentemente “Hijo de David” y muchos esperaban -y una vez hasta intentaron hacerlo- que Jesús fuera coronado rey.

Este domingo celebramos a Jesucristo Rey del Universo. Leemos un pasaje del evangelio según san Juan en el que Jesús manifiesta cuál es su realeza, su condición de rey. El momento en que lo hace es antes y después de ser coronado… pero sabemos bien cuál es la corona que recibió Jesús: la corona de espinas. Acerquémonos a contemplar esa escena.

Ante nuestros ojos hay dos personajes: Jesús y Pilato. Pilato es el prefecto romano, el representante del Emperador Tiberio. En la tierra de Jesús, provincia del Imperio Romano, él es la mayor autoridad. Ante él, con las manos atadas, comparece Jesús. Ha sido detenido por guardias de los Sumos Sacerdotes en la noche anterior. Jesús es galileo, lo que ya lo hace sospechoso de rebelde, porque en Galilea siempre había revueltas contra Roma. La acusación que le presentan al gobernante es que ese hombre pretende ser el Rey de los Judíos. Por eso, esa es la primera pregunta de Pilato que nos trasmite el Evangelio:
Pilato llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres Tú el rey de los judíos?»
Jesús le respondió: «¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?»
Pilato replicó: «¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?»
Pilato parece desconcertado… no entiende. El hombre que tiene delante no se parece a esos rebeldes que él conoce bien. No es una amenaza, es… algo diferente. Alguien que lo desafía, pero en un terreno que no es el que Pilato maneja: no es el terreno del poder, de los privilegios, de los impuestos, de las armas…
Jesús respondió:
«Mi realeza no es de este mundo.
Si mi realeza fuera de este mundo,
los que están a mi servicio habrían combatido
para que Yo no fuera entregado a los judíos.
Pero mi realeza no es de aquí».
“Mi realeza” dice Jesús, “mi reino”, en otras traducciones. Jesús no niega que él es rey. No “el rey de los judíos”, un rey más de este mundo; sino “rey”, abarcándolo todo, sin reducirse a un solo pueblo. Pero su realeza, es decir, su forma de reinar, su forma de ser rey, no es la de este mundo, la que Pilato conoce. Las personas que han acompañado a Jesús no son soldados, no son legionarios, que lo defenderían con sus armas. En el momento en que fueron a detenerlo, Jesús hizo que Pedro envainara la espada (Jn 18,11). El reino de Jesús es de paz, de servicio, no de violencia y dominación. Los seguidores de Jesús son discípulos: hombres y mujeres que escuchan la palabra de Jesús y buscan ponerla en práctica, trayendo verdad, justicia y amor en este mundo.

Tres veces Jesús habla de su “realeza”. Eso lleva a Pilato a preguntarle de nuevo:
«¿Entonces Tú eres rey?»
Jesús respondió: «Tú lo dices: Yo soy rey.
Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.
El que es de la verdad, escucha mi voz».
Pilato se desconcierta más aún. “¿Qué es la verdad?”, pregunta, irónicamente, sin esperar respuesta. Él no es de la verdad y por eso no escucha a Jesús. Para Pilato “La Verdad”, con mayúscula, no existe. Todo es relativo, como piensan muchos hoy en día. No hay una verdad.

¿Cuál es la verdad de que habla Jesús? No es un concepto. Es la verdad sobre Dios, que surge del conocimiento íntimo que Jesús tiene del Padre. Jesús le aseguró a Nicodemo:
«En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto» (Jn 3,11)
Y más adelante, en el mismo evangelio, afirma Jesús:
«No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre»; (Jn 6,46).
Jesús habla de la Verdad del Padre desde ese profundo conocimiento. Él es el Hijo único, la Palabra eterna del Padre que se ha hecho hombre y, con lenguaje humano, revela el misterio de Dios, el misterio de su amor misericordioso.

Pero al hacerse uno de nosotros, al encarnarse, Jesús comunica también la verdad sobre el hombre. Así lo expresa el Concilio Vaticano II:
“el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes 22)
Aquí podemos volver a la escena de Jesús ante Pilato. El Prefecto romano presentó de nuevo a Jesús ante la multitud, ya no solo como el preso maniatado que le habían traído, sino ahora coronado de espinas y con el manto púrpura que le pusieron los soldados para burlarse de Él y de su realeza. Pilato le dice a la gente:
“¡Ecce homo!”, “Aquí tienen al hombre” (Juan 19,5).
Dios nos ha creado a su imagen y semejanza. No somos un pequeño adorno del universo. Somos tan importantes para Dios que su Hijo se hizo uno de nosotros y por nosotros y por nuestra salvación se humilló hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso cada ser humano, cada hombre, cada mujer, desde que comienza su vida en el seno de la madre hasta su último aliento, tiene una dignidad inalienable, que siempre debe ser incondicionalmente respetada.
Jesucristo, “el testigo fiel”, nos invita a entrar en su Reino, a reencontrar en Él la verdad sobre nosotros mismos y la verdad sobre Dios.

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