jueves, 1 de noviembre de 2018

Más que todos los sacrificios (Marcos 12, 28b-34)






“Sacrificio” es una palabra que ha cambiado de significado y, podríamos decir, también de valor a lo largo de los tiempos.

Para un hombre de la antigüedad, digamos un egipcio, un griego, un romano, “ofrecer un sacrificio a los dioses” era algo que estaba en su vida corriente. Consistía en ofrecer a la divinidad algo de cierto valor… generalmente un animal, que se sacrificaba. Eso se hacía para obtener un favor especial de algún dios. Una especie de trueque: “te doy esto para que me des lo que te pido”.

Para un judío de aquellos tiempos, tampoco era extraño… a Yahveh, el Dios único, se ofrecían diversos tipos de sacrificios: desde el holocausto, en que la víctima era totalmente consumida por el fuego, hasta el “sacrificio de comunión”, donde se derramaba la sangre sobre el altar y se quemaba la grasa, pero luego la carne se asaba y se compartía entre los presentes.

Los sacrificios del Pueblo de Israel, el Pueblo de Dios, no sólo tenían distintas formas, sino también diferentes significados: de expiación, para pedir perdón por una falta grave, de acción de gracias, de súplica…

Los profetas de Israel fueron bastante críticos con esos sacrificios, porque veían que esa acción de culto exterior muchas veces no iba acompañada de una sincera conversión del corazón.
Ya el salmo 50 traduce esa inquietud espiritual:
Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias. (S. 50,18-19)
Con el cristianismo, el sacrificio pasó a ser profundamente espiritual, pero, paradójicamente, el cambio se dio a través de un cruel y sangriento sacrificio: el de Jesús en la cruz. Jesús sufre una muerte cruel e infamante, pero él transforma esa sentencia terrible en un acto de amor. Inmovilizado en la cruz, Jesús hace un inmenso acto de libertad, entregando en amor su vida al Padre por sus hermanos y hermanas.

Dice la carta a los Hebreos:
Jesús, sumo y eterno sacerdote “no tiene necesidad de ofrecer sacrificios cada día (…) esto lo realizó de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” en la cruz (Hebreos 7,27).
Poco a poco, en el lenguaje corriente, sacrificio se transformó en sinónimo de esfuerzo, sufrimiento, trabajo penoso… hoy es algo que en lo posible se trata de evitar… pero no conviene olvidar que el sacrificio se hace por algo. Se renuncia a un bien, mirando hacia un bien mayor para los demás o aún para mí mismo.

En el evangelio de este domingo, la cuestión de los sacrificios aparece como algo lateral… todo comienza con la pregunta a Jesús de un Maestro de la Ley:
“¿Cuál es el primero de los mandamientos?”
La respuesta no es simple. No se trata solo de los Diez mandamientos… las normas contenidas en el libro de la Primera Alianza, el Antiguo Testamento, eran muchas más… más de 700… Algunos rabinos pensaban que el mandamiento más importante era observar el sábado. Las controversias de Jesús con los fariseos por ese motivo nos hacen ver que era, efectivamente, un precepto muy significativo.

La respuesta de Jesús va al centro, pero, aun así, tiene matices:
«El primero es: "Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas". El segundo es: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay otro mandamiento más grande que estos».
Notemos que Jesús no comienza diciendo “amarás al Señor tu Dios…” sino que dice: “Escucha Israel”. Hay un verbo en imperativo: “escucha”, dirigido al Pueblo de Dios; sigue inmediatamente una profesión de fe: “el Señor nuestro Dios es el único Señor”. En ese marco se entienden los mandamientos, en esa relación de alianza de Dios con su Pueblo, que lo reconoce como único Señor.

Y aparece el primer mandamiento “Amarás al Señor tu Dios…” Todo podría haber quedado allí; seguramente esa respuesta hubiera sido suficiente… pero Jesús agrega inmediatamente un segundo mandamiento que Jesús une al primero: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Los dos mandamientos son inseparables.

La primera carta de san Juan explica muy claramente:
“Quien no ama a su hermano, a quien ve, tampoco puede amar a Dios, a quien no ve.” (1 Juan 4,20).
El maestro de la ley, el hombre que hizo la pregunta, quedó satisfecho con la respuesta de Jesús y aquí aparece el tema de los sacrificios:
«Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que Él, y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios».
Recuerdo una Misa con un sacerdote que ya falleció, que estuvo muchos años en Paysandú, el P. Pancho Romero. Él solía hacer una extensa introducción al Padrenuestro, casi otra homilía. En esa Misa, en cambio, la hizo cortita, pero muy sentida: “hagamos un acto de amor a Dios”. Así nos invitó a rezar al Padre con las palabras de Jesús y a poner en ese acto todo el corazón, toda la inteligencia, todas las fuerzas…

¡Cuántas veces he rezado apurado, mecánicamente, sin considerar con todo su peso lo que estoy diciendo…! Si yo me tomara un poco más de tiempo para que el encuentro con el Señor en la oración sea más verdadero, sea un acto de amor… ¡cuánto me ayudaría a recibir a mi prójimo, a escucharlo, a hacer algo por él, en fin… a amarlo, a amarlo de verdad!


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