miércoles, 5 de abril de 2023

Misa Crismal: participar en el sacerdocio de Cristo.

El aceite de oliva, con el que se preparan el óleo para la Unción
de los Enfermos, el óleo de los Catecúmenos y el Santo Crisma.

Jesús, consagrado y enviado 

“Todos tenían los ojos fijos en él” (Lucas 4,16-21).

Así estaba la gente aquel sábado, en la sinagoga de Nazaret. Jesús acababa de proclamar un pasaje del profeta Isaías, se había sentado y se esperaba que comenzara a hablar. Todos tenían los ojos fijos en él, esperando su palabra. Jesús les manifestó que lo que acababa de leer se estaba cumpliendo ese mismo día. 

Jesús ha venido para realizar lo que anunciara el profeta: traer consuelo, liberación, sanación… en definitiva, para poner en obra la salvación de Dios.

Él no ha venido por sí mismo. Él ha sido enviado por su Padre. Tampoco ha venido a hacer su propia voluntad. Ha venido a realizar la voluntad del Padre, voluntad de vida y salvación para toda la humanidad. Ha sido consagrado, consagrado por la unción, marcado con el sello del Espíritu Santo. 

Enviado y consagrado, para cumplir la voluntad del Padre, se ofreció a sí mismo en la cruz, haciéndose

 “por nosotros sacerdote, altar y víctima” (V prefacio de Pascua) 

en un sacrificio totalmente único. 

La Iglesia, pueblo sacerdotal, continúa la misión de Jesús

Jesús ya no está presente entre nosotros en carne y hueso, pero sus palabras se siguen cumpliendo hoy. Él continúa su misión por medio de su Cuerpo, que es la Iglesia.

El sacrificio de la cruz vuelve a hacerse presente en cada Eucaristía, con toda su fuerza salvadora, gracias al ministerio de los sacerdotes, que el mismo Jesús dejó establecido. El día de su ordenación, los sacerdotes fueron ungidos con el Santo Crisma. Ellos son hoy enviados por Jesús a anunciar el Evangelio, sanar, consolar, liberar y reconciliar con Dios. Por eso, dentro de instantes, los presbíteros y también los diáconos, van a renovar las promesas de su ordenación.

Pero Jesucristo no solo hace participar de su sacerdocio a los presbíteros y obispos, sino a todos los bautizados, a todo el Pueblo de Dios. Como dice el pasaje del Apocalipsis que escuchamos en la segunda lectura, Él 

“hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre” (Apocalipsis 1,4b-8).

Una de las oraciones de consagración del Santo Crisma dice así:

"[Señor, tú] haces que tus hijos
renacidos por el agua bautismal
reciban fortaleza en la unción del Espíritu Santo
y, hechos a imagen de Cristo, tu Hijo,
participan de su misión profética, sacerdotal y real.” 

Esto significa que todos los bautizados son sacerdotes o, más precisamente, que participan del sacerdocio de Cristo. 

Porque hay dos formas de participar del sacerdocio de Cristo: el sacerdocio común de los fieles, recibido en el bautismo y el sacerdocio ministerial, recibido por la ordenación. El sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común. La misión de los presbíteros y del obispo, en ese sentido, es la de ayudar a todo el Pueblo de Dios a vivir su propio sacerdocio.

Participar en el sacerdocio de Cristo

El acto sacerdotal de Jesús, su sacrificio en la Cruz, no es un acontecimiento puntual, sino la culminación de una vida de entrega. En la cruz, su entrega se hace total; pero cada día de su vida, desde el momento de su encarnación, ha sido una entrega, una ofrenda al Padre. 

Para vivir nuestro sacerdocio común, cada uno de nosotros está llamado, como enseña San Pablo, a ofrecerse 

“como una hostia viva, santa y agradable a Dios: este es el culto espiritual que deben ofrecer” (Romanos 12,1). 

No se trata solo de buenos sentimientos y buenos pensamientos. Esto empieza por reconocer nuestra vida como un don de Dios, creador de todo bien. ¿Para qué he recibido esta vida? ¿Para sobrevivir penosamente o disfrutarla al máximo, pero, en cualquier caso, desaparecer? Esta vida, la vida que tenemos, está llamada a alcanzar su plenitud en Dios: vivir en Dios, compartir la misma vida de Dios, hacernos todos Uno en Él.

Unir a la ofrenda de Jesús la ofrenda de nuestra propia vida

Pero, lamentablemente, puedo dejar de lado a Dios. Puedo considerarme propietario de mi vida. Puedo pensar en hacer lo que quiera y no rendirle cuentas a nadie… y allí está el pecado: apartarme de Dios.

En cambio, puedo considerar mi vida como un precioso don, un talento que he recibido de Dios, un talento que está llamado a dar frutos de amor y misericordia, frutos a los que poner en manos de Dios, reconociendo que Él mismo los ha hecho posibles, que, en definitiva, son su obra; su obra en mí. “Señor, tú me has dado esta vida: yo quiero que este don que me has regalado, dé frutos para ti, haciendo tu voluntad, ofreciéndote mi vida”.

Así podemos vivir nuestro sacerdocio, ofreciendo a Dios lo que somos y lo que hacemos.

Todo esto culmina en la Eucaristía y, a la vez, parte nuevamente desde ella, 

“fuente y culmen de toda la vida cristiana” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 11). 

En cada Misa, por el ministerio de los sacerdotes, se hace presente el único sacrificio de Cristo. Jesús se ofrece a sí mismo al Padre y se nos da como Pan de Vida. Y al participar de la Eucaristía, todos estamos llamados a poner al pie del altar nuestras ofrendas. Allí entra todo lo bueno que hayamos podido realizar en la semana en nuestra vida familiar, en el trabajo, en el descanso, en la convivencia con nuestros vecinos, en nuestras responsabilidades en la sociedad… pero también nuestras dificultades, nuestras pruebas, nuestros sufrimientos… la enfermedad, el duelo… todo lo que hemos vivido, realizado y aún soportado, pero siempre buscando vivirlo en comunión con Jesús. 

Al pie del altar, presentamos todo eso. Hacemos la ofrenda de nuestra vida, uniéndonos a la ofrenda de Jesús al Padre: 

“Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Salmo 39)

Y al final de la plegaria eucarística, después que el sacerdote eleva la patena y el cáliz diciendo 

“Por Cristo, con él y en él,
a ti, Dios Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria
por los siglos de los siglos.”

Allí viene el gran AMÉN, con el que todos juntos, por las manos del sacerdote, ofrecemos al Padre el sacrificio de Cristo y nos ofrecemos nosotros mismos, como pueblo sacerdotal.

Después… comulgaremos y seremos enviados al mundo llevando la paz de Cristo, la paz que recibimos para ofrecerla a todos y que reposará sobre quienes sean dignos de recibirla o de lo contrario volverá a nosotros (cf. Lucas 10,6).

Nuestra mirada fija en Jesús

En la sinagoga de Nazaret, todos los ojos estaban fijos en Jesús, esperando su enseñanza. Había expectativa, pero también, como se manifestó después, alguna desconfianza. Estaban ante un hombre al que muchos conocían desde que era un niño, el hijo del carpintero. Ahora venía a ellos como el Rabbí, el maestro, con fama de haber hecho muchos milagros; pero ellos no sabían reconocer de dónde le venía todo eso… 

Nosotros, en cambio, fijamos la mirada en Jesús 

“autor y consumador de nuestra fe” (Hebreos 12,2) 

y con nuestro pasaje del Apocalipsis podemos proclamar: “Él nos amó”.

“Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, 
por medio de su sangre, e hizo de nosotros 
un Reino sacerdotal para Dios, su Padre. 
¡A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos! Amén.” (Apocalipsis 1,4b-8).

 + Heriberto, Obispo de Canelones

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