Amigas y amigos:
A lo largo de mi vida me ha tocado ver gente que se ha acercado a la Iglesia y gente que se ha alejado de la Iglesia. Cuando digo acercarse o alejarse, no me refiero a tener o dejar de tener cierta simpatía con la Iglesia Católica o con la figura de un Papa o a compartir o no compartir tal o cual posición que presentamos los sacerdotes y los obispos.
Me refiero más bien a ser parte de una parroquia o capilla, celebrando la Eucaristía cada domingo, integrando allí una pequeña comunidad, grupo de oración o movimiento, o asumiendo algún servicio como catequesis, liturgia, pastoral juvenil o pastoral social y, lo más importante, tratando de llevar una vida verdaderamente cristiana.
En ese sentido, acercarse o alejarse significa mantener o dejar esa forma de participación, donde la Misa es algo central, porque es el encuentro con Jesús, Palabra y Pan de Vida, que da sentido a todo lo demás.
El domingo pasado escuchamos un pasaje del evangelio de Juan en el que hubo un discípulo ausente, Santo Tomás. Este domingo, escuchamos en el evangelio de Lucas la historia de dos discípulos que se estaban alejando de la comunidad.
Tanto Tomás como esos dos discípulos regresaron. Estos pasajes bíblicos podrían llamarse “el evangelio de la vuelta a casa”.
El domingo pasado no dijimos nada de Tomás. Vamos a hacerlo ahora.
El relato nos ubica a la tarde del día en que Jesús resucitó. En la mañana, María Magdalena, Pedro y otro discípulo habían encontrado la tumba vacía. En una escena aparte, María estuvo con Jesús resucitado y recibió la misión de anunciarlo a los discípulos y de llevarles un mensaje. María cumplió lo que Jesús le pidió. Los discípulos se reunieron pero con “las puertas cerradas… por temor a los judíos”. Allí se hizo presente Jesús, pero Tomás no estuvo.
¿Por qué no fue Tomás? ¿Falló la comunicación de lo sucedido en la mañana? En nuestro tiempo no sería raro. Nos llegan demasiados mensajes y a veces no reparamos en el más importante. ¿No creyó en lo que contó Magdalena? Otros evangelios nos dicen que los discípulos no les creyeron a las mujeres que decían que habían visto a Jesús.
Tal vez a Tomás no le gustó que trancaran las puertas… en fin, no sabemos. Solo podemos pensar que algo no iba con él. Sin embargo, Tomás no se alejó del todo. Los otros discípulos le contaron lo que habían vivido en su primer encuentro con Jesús resucitado. Tomás expresó sus dudas, pero al domingo siguiente estuvo allí y delante de Jesús hizo su fuerte confesión de fe:
¡Señor mío y Dios mío! (Juan 20,28)
Ahora vamos al evangelio de hoy, conocido como “los discípulos de Emaús”. Son dos discípulos, aunque no del grupo de los Doce. Se están alejando de la comunidad. Se van desilusionados, lo que llegan a expresar de esta manera:
“Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas”. (Lucas 24,21)
“Nosotros esperábamos”. Había muchas expectativas puestas en Jesús, pero no se habían cumplido y ya hacía tres días de su muerte en la cruz. ¿Qué sentido tenía, entonces, permanecer en la comunidad?
Esto de “nosotros esperábamos”, esperábamos otra cosa, se repite a lo largo del tiempo, pero con respecto a la Iglesia.
Hace unos días, en un encuentro eclesial, algunos jóvenes presentaron varias situaciones por las que amigos suyos se alejaron de la Iglesia. Las situaciones mostraban una falta de acogida o de respuesta de los pastores o de las comunidades a realidades dolorosas. Tomé nota de todo eso, pero me quedé con ganas de escuchar algo más de esos jóvenes, que no se habían ido: la razón por la que ellos sí permanecieron en la Iglesia.
Yo también me he preguntado por qué permanezco en la Iglesia. Y la respuesta sigue siendo la misma: porque aquí encontré a Jesucristo vivo y lo sigo encontrando. Eso es lo primero y lo más importante. Junto a eso, me ha dado el don y la misión de ayudar a que Él siga haciéndose presente y de ayudar a que otros puedan encontrarse con Él.
Lo he encontrado y lo sigo encontrando de mil maneras diferentes; pero, sobre todo, lo he encontrado como amigo, sintiendo la verdad de sus palabras:
Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. (Juan 15,15)
Lo he encontrado primero como un amigo que escucha, que comprende, que me ha recibido con mis fragilidades.
Lo fui conociendo como un amigo exigente, con la exigencia del amor. Amigo exigente que me llama a convertirme, a amar de verdad, a poner cada día al servicio de la comunión y de la misión lo mejor que hay en mí, que no es sino lo que él mismo me ha dado.
Finalmente, lo he encontrado como un amigo misericordioso, que me ayuda a levantarme en mis caídas y a recomenzar dejándome llevar por su mano.
Los peregrinos de Emaús encontraron a Jesús en el camino. Él los escuchó y les habló. Cuando llegaron a su pueblo, lo invitaron a quedarse.
El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. (Lucas 24, 13-35)
Los discípulos lo reconocieron al partir el pan. Los primeros cristianos llamaban a la Misa “la fracción del pan”. Desde entonces, los creyentes reconocemos a Jesús presente en el Pan de Vida. Pero estos discípulos habían experimentado también otra forma de la presencia de Jesús:
«¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lucas 24, 13-35)
La Eucaristía es una doble mesa de la que se alimenta nuestra fe: la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Cuerpo y la Sangre de Cristo. La Eucaristía es “nuestra Pascua Dominical”, nuestro encuentro con Cristo resucitado.
Y Él se hará presente allí donde se proclame su Palabra y el sacerdote vuelva a decir, sobre el pan y el vino, las palabras de la consagración. Allí está lo esencial. Todo esto puede ser en un entorno más o menos atrayente, con un sacerdote que predique y rece con reverencia y ardor o en un tono cansino y desgastado; en medio de una comunidad viva y participativa o más bien pasiva y quieta; en una iglesia desbordante de gente o en una capillita de campo con un puñado de personas… pero en una u otra situación el Señor se hará siempre presente con su Palabra, con su Cuerpo y su Sangre, para renovar y fortalecer nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad.
Hermano, hermana, que te has alejado o sientes la tentación de apartarte… no sé lo que esperabas, no sé lo que te ha desilusionado o lastimado. Más allá de todo eso, sigue a los discípulos de Emaús:
En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos (Lucas 24, 13-35)
Anímate y vuelve a la comunidad, porque aunque pienses que nadie te espera, hay Alguien que siempre te espera y te seguirá esperando y es el Señor que nos reúne en comunión y nos envía al mundo.
Amigas y amigos: gracias por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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