sábado, 15 de abril de 2023

“¡Felices los que creen sin haber visto!” (Juan 20,19-31). II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia.

Este domingo es también llamado “de la Divina Misericordia”, a partir del 30 de abril del año 2000, cuando san Juan Pablo II lo estableció durante la canonización de Santa Faustina Kowalska, en el marco del Jubileo del tercer milenio de la era cristiana.
El salmo 117, que hace parte de las lecturas tanto del primero como del segundo domingo de Pascua, canta la misericordia de Dios:
¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia! Salmo 117 (118),1
Ese salmo nos prepara para recibir el gran anuncio de la Misericordia divina que hace Jesús. 
Ese anuncio comienza con un saludo:
«¡La paz esté con ustedes!» (Juan 20,19-31)
El saludo de la paz, shalom, es el saludo corriente entre los israelitas… pero dicho ahora por el resucitado, ese saludo adquiere una fuerza y una profundidad inéditas. Jesús entrega una paz que llega hasta el fondo del corazón, de una forma que nadie había podido imaginar. 
El saludo de paz, dicho por nosotros, no va más allá de un buen deseo. 
El saludo de paz, pronunciado por Jesús, entrega su Paz a quien la quiera recibir.
El saludo es acompañado por un gesto:
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. (Juan 20,19-31)
Jesús muestra las marcas de su pasión, sobre todo la herida de su costado, es decir de su corazón. Vale la pena recordar lo que el mismo evangelista Juan dice en el relato de la pasión que escuchamos el Viernes Santo:
“… uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean.” (Juan 19,34-35)
Siempre me ha llamado la atención la solemnidad con que Juan cuenta esto y su insistencia en que su testimonio es verdadero, para que también nosotros creamos. Cuando Jesús muestra la huella de esa herida, comprendemos mejor el significado de ese episodio. Es la sangre de la nueva y eterna alianza, derramada por nosotros y por muchos, como nos lo recuerdan, en la Misa, las palabras de la consagración. Es el agua del bautismo, pero también, muy especialmente en el evangelio de Juan, el don del Espíritu Santo, el don que ofrece Jesús a la samaritana:
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva». (Juan 4,10)
Después de esto, Jesús reitera su saludo y hace un nuevo anuncio:
«¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» (Juan 20,19-31)
Estos son los discípulos que Jesús llamó, al comienzo de su misión. Son los que estuvieron con Él, los que permanecieron con Él en sus pruebas. Los que, sin embargo, huyeron y se dispersaron cuando su Maestro les fue arrebatado por los soldados y los guardias del templo. Ahora están de nuevo junto a él, resucitado, que los envía a continuar la misión del Hijo en el mundo: “como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Aquellos hombres que habían tocado los límites de sus fuerzas, que conocían su propia fragilidad, van a recibir la fortaleza necesaria para esa misión:
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: 
«Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.» (Juan 20,19-31)
Jesús sopló sobre ellos. Su soplo es el aliento de vida que Dios insufló en el primer hombre. Es el mismo aliento que devolvió la vida a los huesos secos que vio el profeta Ezequiel (Ezequiel 37,9).
El Espíritu Santo será para los apóstoles vida, fortaleza, luz y guía. Todos ellos serán fieles hasta el final y algunos serán coronados con la palma del martirio. Pero junto con el don del Espíritu Santo, Jesús entrega una misión precisa, directamente relacionada con la misericordia: el perdón de los pecados. Jesús hace de los apóstoles los ministros que comunicarán el perdón de Dios o que, en algunos casos, podrán hacer ver que no están dadas las condiciones para recibir ese perdón. Jesús establece así un sacramento, lo que hoy llamamos Reconciliación o Penitencia. El perdón de los pecados es un aspecto central de la misión de Jesús y de la llegada del Reino de Dios. Jesús llama a la conversión, al cambio de vida, para el perdón de los pecados y entre sus palabras más fuertes están las que dirige a aquel paralítico que sus amigos hicieron bajar ante él por un agujero abierto en el techo:
«Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados». (Mateo 9,2)
Para recibir el perdón de los pecados en el sacramento de la Reconciliación, es necesario cumplir tres condiciones fundamentales:
  • Primero, reconocer el pecado que se ha cometido. Superar nuestros mecanismos de negación ante una realidad propia, nuestra, que nos cuesta aceptar; pero ese reconocimiento es un acto de humildad y valentía y el comienzo de una liberación.
  • Segundo, el arrepentimiento. No serviría de nada reconocer que se ha actuado mal, si no nos arrepentimos. Arrepentirse es desear no haber hecho el mal que hicimos.
  • Tercero, el sincero propósito de enmienda, de un verdadero cambio de vida. Esto puede significar a veces aceptar ayuda, que puede ser la de un acompañamiento espiritual, o aun ayuda profesional; pero, sobre todo, la de la Gracia de Dios; que nos da, con el Espíritu Santo, entre otros dones, el de la fortaleza.
La reconciliación no se agota en el sacramento. En ese sentido, es misión de toda la Iglesia, de todos los bautizados: reconciliarnos y ayudar a otros a reconciliarse con Dios y con los demás. 

La Misericordia va mucho más lejos. En su exhortación Dives in Misericordia (Rico en Misericordia) san Juan Pablo II llama a todos los fieles a creer, proclamar y practicar la misericordia, recordando las palabras de Jesús:
“Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia”. (Mateo 5,7)
Es que, como dice este santo Papa, 
“el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a «hacer misericordia» con los demás” (DV,14). 
Ella se despliega en las “obras de misericordia” corporales y espirituales. Éstas son un verdadero programa: 
“un estilo de vida, una característica esencial y continua de la vocación cristiana” (DV,14), 
dice san Juan Pablo II.

En esta semana

  • Hoy por la tarde, en la Catedral de Canelones, se celebrará la consagración de Sandra y Silvia, que ingresarán en el Orden de las Vírgenes. La fecha no es casual, puesto que ellas se han sentido llamadas a dar este paso como hijas de la misericordia, que han experimentado en su vida y que quieren comunicar al mundo.
  • Mañana, lunes, la Conferencia Episcopal comenzará su asamblea ordinaria. Les pido su oración para que el Espíritu Santo nos asista en nuestros trabajos.
  • El miércoles 19, peregrinación al santuario nacional de Nuestra Señora del Verdún, donde los Obispos celebraremos la Misa a las 10 de la mañana. 
Que María, Madre de la Misericordia, interceda por todo nuestro pueblo, donde siempre son necesarias la reconciliación y las obras de misericordia.

Amigas y amigos: se cierra la octava de Pascua, pero continúa el tiempo Pascual. Sigamos viviendo la alegría del Resucitado. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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