miércoles, 19 de noviembre de 2025

JESÚS, ACUÉRDATE DE MÍ (Lucas 23,35-43). Nuestro Señor Jesucristo, rey del Universo.

El 2 de junio de 1953, en la Abadía de Westminster, en Inglaterra, Isabel segunda fue coronada soberana del Reino Unido. Hoy, cuando prácticamente cualquier persona que tenga un celular en sus manos puede no solo fotografiar o filmar sino también transmitir en directo cualquier cosa que esté presenciando, puede resultarnos extraña la discusión que se dio en la casa real a raíz de la idea de hacer algo completamente inédito: que aquel acontecimiento fuera transmitido por televisión. Efectivamente, fue la primera coronación televisada y fue vista por 27 millones de personas en el Reino Unido y millones más en otras partes del mundo. La ceremonia se transformó así en un espectáculo, algo que la gente quería ver…

Curiosamente, “espectáculo” (en griego θεωρία, theōria) es la palabra que encontramos en el evangelio de Lucas, al hablar de la crucifixión de Jesús:

La multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho. (Lucas 23,48)

Es que el relato de la pasión es también el relato de una coronación… pero con una corona de espinas.

El pasaje del evangelio que leemos hoy nos introduce casi bruscamente en la escena:

[Después de que Jesús fue crucificado], el pueblo permanecía allí y miraba. (Lucas 23,35a)

Ciertamente, para las autoridades romanas, que condenaban a morir de esa forma a rebeldes y criminales, era importante que eso se hiciera públicamente, a la vista de todos, para que se supiera de qué forma serían castigadas aquellas conductas; de modo que la gente, quedándose a mirar, estaba haciendo lo que las autoridades esperaban… sin embargo ¿con qué sentimientos estaba el pueblo contemplando aquel acontecimiento? Por algo volvieron golpeándose el pecho.

El verbo usado por Lucas, cuando nos dice que el pueblo miraba (θεωρῶν, theōrōn), no es el de un ver ocasional, un poco distraído, sino un mirar atento: una forma de observar y aún de contemplar, un esfuerzo interior para interpretar lo que están viendo, para comprender lo incomprensible. 

El Dios del Antiguo Testamento es el invisible. Sus amigos, como Moisés o Elías, apenas pueden ver un resplandor de su presencia.

Pero Dios se deja ver en Jesús, el Verbo encarnado. Dejándose ver, en cierta forma, Dios se deja poseer por quien lo mira… más aún, se deja clavar en la cruz. El Pueblo permanece en el calvario tratando de entender lo que ve, lo imposible: un Dios crucificado. 

Mientras el pueblo mira y contempla; sus jefes y los soldados se burlan de Jesús:

«Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!» También los soldados se burlaban de Él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!» (Lucas 23,35b-37)

¿Por qué Jesús no se salva a sí mismo? No es posible que no tenga el poder de hacerlo. Pero de eso se trata, precisamente: del poder de Dios. El poder de Dios que se manifiesta en Jesús es el poder de entregarse, de amar, de dar todo de sí mismo. Es en esto que Jesús es rey. Ése es su poder, ésa es su realeza, su realeza que “no es de este mundo” (Juan 18,36). 

Celebrar a Jesucristo rey del universo podría interpretarse con el criterio de los poderes de este mundo. La ambición de los hombres que conquistaron imperios y que siguen hoy buscando engrandecerse en el poder es extender su dominio por sobre todo lo que esté a su alcance. Jesús crucificado muestra que el verdadero poder es el de darse, de entregarse, de amar hasta el extremo.

Algunos artistas han pintado la escena del calvario como un gran cuadro en el que, alrededor de las tres cruces que se encuentran en el centro, aparece una multitud en la que pueden distinguirse los jefes, las mujeres que seguían a Jesús -recordemos, los discípulos habían huido- los soldados y la masa del pueblo.

Sin embargo, en ese gran escenario, la narración de Lucas nos transporta a una escena íntima, que sucede en lo alto de las cruces.

Abajo queda la multitud, el movimiento, los gritos, y aquí podemos escuchar el diálogo de los tres crucificados.

Uno de los dos malhechores se hace eco de los insultos que habían pronunciado los jefes y los soldados:

«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». (Lucas 23,39)

Tal vez para este hombre no es posible razonar de otra manera. En definitiva, si en su vida solo ha buscado salvarse a sí mismo, imponiéndose violentamente a otros, al encontrarse ante algo que no puede dominar, está perdido.

En cambio, el otro malhechor, lee de otra forma lo que está haciendo Jesús. En ese condenado, igual que él, a morir en la cruz, pero que no busca salvarse a sí mismo, reconoce la presencia de Dios:

Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que Él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero Él no ha hecho nada malo».

Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino». (Lucas 23,40-42)

El pedido del ladrón mira hacia un Reino que vendría en el futuro. La respuesta de Jesús, en cambio, pone esa realidad ya casi en el presente, en el hoy.

«Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lucas 23,43)

Estas palabras de Jesús en la cruz, las palabras del rey que recibe al primero de sus súbditos, son como la recapitulación de todos sus gestos de acogida y de perdón hacia los pecadores: aspecto especialmente subrayado en el evangelio de Lucas, con el regreso del hijo pródigo, la visita a la casa de Zaqueo o el perdón a la mujer pecadora que ungió los pies del Maestro.

El paraíso no es descripto aquí como un lugar maravilloso, el jardín del edén: el paraíso es estar con Jesús. “Hoy estarás conmigo en el paraíso” significa “transformo tu muerte, tu fracaso, tu vida fallida en estar en la total intimidad conmigo, en estar conmigo”.

Este condenado, pues, no va a morir solo ni al lado de Jesús: va a morir con Jesús y por eso entrará con Él en la vida: “hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Jesús, desde el doloroso trono de la cruz, ha dado audiencia a todos. Audiencia viene del latín “audire”, que significa escuchar. A todos ha escuchado: los jefes, los soldados, el primer ladrón, el otro… pero sólo a éste último le ha respondido.

Desde nuestra pobreza, desde nuestra fragilidad, unámonos a la petición del tercer crucificado: “Jesús, acuérdate de mí…” confiados en que el rey escuchará nuestra súplica más humilde y más confiada. 

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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