viernes, 13 de marzo de 2009

Daniel Gil - Reflexiones sobre la alabanza

Catedral de Salto, Uruguay. Foto: Mons. Daniel Gil. 24/Set/2004

Reflexiones sobre la alabanza

1-Introducción
El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, como nos lo enseña el catecismo y el principio y fundamento de San Ignacio, y aún antes de nuestra creación, hemos sido elegidos “para alabanza de la gloria de su gracia” como nos repite San Pablo, (Ef.1-6.12.14)
¿Por qué, pues, nuestra generación experimenta dificultad en vivir esta grande y noble palabra de alabanza? ¿Qué es lo que en nuestra actitud interior habitual nos hace extranjeros al dinamismo espiritual de la alabanza? La dificultad viene de muy adentro de nosotros mismos y de nuestro tiempo, va más lejos en consecuencias de lo que a primera vista podría parecer.

¿De donde viene esta molestia y esta sorda repugnancia a la alabanza?

Alabar es inútil, en primer lugar veamos el aspecto más aparente y superficial del problema; en nuestro mundo actual da la impresión de algo gratuito y superfluo.
Se admite más fácilmente el servicio, palabra que gusta a todos y encuentra cierto favor. El servicio supone un resultado constatable, visible. El resultado del servicio se escribe positivamente en las cuentas del mundo. El servicio deja una huella patente y positiva en la figura de las cosas, en la Historia, en el sentido del bienestar y crecimiento humano.
Por lo contrario, con el telón de fondo de esa exaltación del servicio práctico, la alabanza aparece como algo vacío, vano, inútil... en otras palabras: la alabanza suena a algo que no tiene ya razón de existir, e incluso parece que no tiene justificación moral posible en un mundo todo el esforzado, según dicen (¡pero no es verdad!), en construir una tierra más acogedora y una sociedad más humanista. En este colosal esfuerzo del servicio, la alabanza es tiempo perdido, gasto indebido...

Alabar es irritante. En segundo lugar podemos profundizar lo que hay por debajo de ese primer estridente reproche contra la alabanza.
El reproche supone que se está mirando a la alabanza como algo separado de todo un conjunto. Y entonces sí, se hace aparecer como un gesto incoherente, como “una canción divertida”, pero fuera de oportunidad, como la ocupación del desocupado, en consecuencia como un lujo inútil, como el decorado barroco de la nulidad.
Por eso cuando escuchamos que el hombre es creado para alabar a DIOS, inmediatamente aparece el temor. La imagen de una humanidad cantando tonterías como arrorró en torno a un Dios somnoliento pero que quiere estar en el centro de la atención, como un antiguo monarca en su corte. Pensamos vagamente que esa vocación para la alabanza es “cosa de carmelitas descalzas” o gente mística.

El problema del malestar que nos produce la alabanza a Dios, como vemos, no es sólo un choque con la mentalidad de servicio: hay por debajo también, una concepción de Dios y de la vida, del sentido de nuestra vocación terrena / eterna. Pero es preciso todavía profundizar más.

¿Por qué alabar?. En tercer lugar llegamos al corazón del problema: ¿es que acaso hemos tomado real y absolutamente en serio la consistencia personal de Aquél a quién la alabanza se dirige y para quien estamos viviendo?
Si a mis ojos no tiene sentido ya alabar a Dios ¿es que tiene sentido entonces Dios mismo para mí?
La desaparición de la alabanza divina de mis labios ¿no manifiesta claramente que Dios no es ya el Dios viviente que me acompaña cada día y me salva a través de las maravillosas hazañas de su misericordia?
La mudez de mi lengua, paralizada e imposibilitada para la alabanza ¿no muestra a las claras que mi corazón no escucha ya la palabra de Dios?

El sentido de la alabanza a Dios. Las dificultades en alabar a Dios nos llevan a vislumbrar el resultado final; el vacío y la ausencia de alabanza. Esta ausencia nos dibuja, como un molde hueco el significado de la alabanza a Dios ¿por qué alabarlo? Porque la alabanza expresa, manifiesta, y es la celebración justa de un acontecimiento: el reconocimiento personal.
Es por eso la afirmación de una existencia: ¡Él existe junto a mí y vive su existencia apuntando hacia mí! El es Yahveh, es decir, ¡el que está acá ahora existiendo al lado mío y para ayudarme en todo!

La confesión es una deuda: yo soy un pecador, me olvido de Él, tiendo a la idolatría y a esperar mi felicidad de manos lejanas; por eso en su presencia aparece mi vergonzosa falta de amor hacia Él.
Finalmente la alegría de su amor; porque a pesar de mi pecado, ¡¡Él me ama!! Y me ofrece convertir mi corazón estúpido en un corazón sabio y lleno de amor perdurable... ¡Qué alegría no estar entregado a mi taradez, sino contemplar su deseo de darme amor para amar sin medida y sin fin!
En otras palabras: la alabanza que brota de la lengua y el corazón manifiesta que la Buena Noticia y la Realidad Nueva han sido recibidas en nosotros, y por eso brota la alabanza, porque ¿quién no alaba cuando tiene la fuerza que hará cantar a las piedras?

Conclusión: vayamos terminando esta profundización en las raíces cancerosas de nuestra dificultad para la alabanza, que nos ha mostrado también las raíces vivificantes de la alabanza misma. Raíz del pecado y raíz de Dios en nuestro corazón. Raíces entrelazadas también, como las de la cizaña y el trigo. ¿Ha llegado para cada uno la hora de poder arrancar la cizaña sin perjudicar el trigo?
Quizás vamos ahora por el camino a recorrer, quizás vemos también la urgencia de decidirme a caminarlo. ¡Nada más útil que esa ocupación aparentemente inútil! Y el esfuerzo que exige de nosotros, no es diverso en absoluto del esfuerzo de recibir nuestra propia salvación.

2- El movimiento de la alabanza

Es el momento ahora de presentar algunos puntos sobre la realidad de la alabanza que debe ir creciendo en nuestra vida. Superadas, o al menos descubiertas las inhibiciones que nos paralizan ¿qué pasos dar hacia el crecimiento del encuentro con el Dios vivo?

Hablar, cantar y “hacer” silencio. En primer lugar comprendamos que la alabanza está hecha esencialmente de PALABRA. Es imposible que una persona llena de alabanza hacia Dios no experimente la irresistible necesidad de decir, proclamar, incluso cantar esa alabanza que la posee como una ola interior levantada por el soplo del Espíritu. Es lo que sucede a la comunidad reunida por el Padre: “¡Gloria a Dios en el cielo!.... ¡Santo! ¡Santo! Santo, es el Señor...”

Sin embargo cuando la proximidad de Dios se hace culminante y pura, y la admiración llega al colmo, al éxtasis, entonces la palabra culmina también sus posibilidades de alabanza y de transforma en silencio “silencio sonoro”, “silencio viviente”.
Vida laudatoria: comprendemos también que la alabanza supera totalmente el ejercicio de oración explícita, litúrgica o no y se derrama en toda la vida. La oración explícita es una forma de irrupción de la alabanza, que al mismo tiempo que la expresa, la mantiene, la cultiva, la educa, la hace crecer desde el centro viviente de toda alabanza cristiana, que es Cristo, el principal celebrante y el principal orante de toda reunión eucarística. Pero para quien Dios existe, toda la vida se irá impregnando de alabanza, como una oración implícita.

Sacrificio de alabanza, sacrificio fecundo.
No deberíamos sorprendernos, por lo tanto, de que aquellos que han hecho de la alabanza el núcleo irradiante de sus vidas hayan edificado en la historia, más que otros que aparentemente trabajaron más. La “acción inútil” del servicio ¿No fue este el caso de San Francisco de Asís?, poco produjo, poco construyó, poco escribió. Pero en torno de su alabanza de Dios se fue construyendo una reforma radical. Contaba la mitología que al sonido de la flauta de Orfeo se iría construyendo una ciudad. ¿No ha ocurrido eso al sonido de la alabanza que San Francisco cantaba a Dios? El mundo y la Iglesia tenían necesidad de eso. Y siguen teniendo esa necesidad.

3. Dejémosle la palabra a la liturgia.

Un cristiano, un religioso, un sacerdote, debe inquietarse santamente cuando no siente ya más necesidad de alabar o, lo que es más grave, cuando se da cuenta que de hecho no alaba ya más a Dios y sus grandezas.
Para reencontrar el sentido de la alabanza será necesario volver a la escuela de toda oración cristiana: la santa liturgia, donde orando con nuestros hermanos y con quienes oran en todos el Espíritu y el único Sacerdote, podremos nuevamente intentar “arrojar como una flecha” nuestro corazón hacia Dios Padre, desde la cuerda del “Gloria”, el “Sanctus” y esos “Laudamus”, “Laudate” y “Te alabamos Señor ¡Aleluya!”, que a cada momento sacuden de alegría a los pecadores esperanzados.

P. Daniel Gil SJ

Agradecemos a Betel por digitalizar estos viejos pero valiosos apuntes, de cuando Mons. Gil atendía el Centro de Espiritualidad Ignaciano, en Montevideo, hace ...ta y tantos años...

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