domingo, 20 de diciembre de 2015

La vocación sacerdotal. Releyendo la Carta a los Hebreos


A propósito de un aniversario sacerdotal, vuelvo a leer y a meditar el comienzo del capítulo 5 de la Carta a los Hebreos:
1 Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; 2 y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. 3 Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo. 4 Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón.
(Hebreos 5,1-4)

Llamados por Dios

Se dice del sacerdote que "es tomado", "está puesto" y, más adelante, que es "llamado por Dios". La voz pasiva indica la acción de Dios, que es quien llama, toma y dispone de aquél que Él ha llamado.
Es tomado "de entre los hombres". No nos imaginemos esos "hombres" como una multitud de individualidades que deambula sin rumbo, cada uno en lo suyo. El mundo antiguo, pero más aún el mundo del Pueblo de Dios es una comunidad. "De entre los hombres" puede significar esa comunidad. En la perspectiva cristiana, esa comunidad es mediadora del llamado de Dios. La comunidad discierne si el llamado es de Dios.

Que nos hace dignos

"Nadie se arroga tal dignidad". No hay "auto-vocación". El llamado es de Dios, quien ha recibido la vocación lo siente y la comunidad confirma. ¿Quién puede pretender ser digno de ese llamado? La liturgia nos recuerda a los sacerdotes que no somos dignos, sino que es Dios quien nos concede la dignidad: "Te damos gracias porque nos haces dignos de servir en tu presencia", reza el sacerdote en la Plegaria Eucarística II; y el obispo, cuando no tiene a su lado un concelebrante y reza por el Papa y por sí mismo, dice "y por mí, indigno servidor tuyo".

Por su Misericordia

"De entre los hombres" también hace referencia a la fragilidad propia de la condición humana. El hombre es sarx, carne, debilidad. Por eso el sacerdote "puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza". En este Año de la Misericordia, este versículo resuena especialmente. Cabe aquí recordar el lema del Papa Francisco: "Miserando atque eligendo" ("Lo miró con misericordia y lo eligió") tomado de una homilía de San Beda el Venerable, en referencia a la vocación de San Mateo. Los sacerdotes, los obispos, el Papa, somos elegidos por Misericordia y llamados a ser testigos de la Misericordia de Dios experimentada en nuestra propia vida.

Para hacer presente su Sacrificio único

"Debe ofrecer [sacrificios] por los pecados propios igual que por los del pueblo". El sacerdote del Antiguo Testamento tenía como función principal ofrecer los diversos tipos de sacrificios que se hacían en el templo de Jerusalén. La Carta a los Hebreos muestra que ese culto es "sombra y figura" (Hebreos 8,5) de la verdadera liturgia, que acontece en el Santuario del Cielo, donde Cristo, que se ofreció a sí mismo, "de una vez para siempre" (Hebreos 7,27), entrando en el Santuario "no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna" (Hebreos 9,12).
El sacerdote del Nuevo Testamento es el hombre de la Eucaristía. La Eucaristía es memorial (no simple recuerdo) del único sacrificio de Cristo. Cuando se celebra la Misa, la comunidad participa del sacrificio del Señor y de la redención por el obtenida.
El sacerdote está llamado no sólo a celebrar ritualmente la Eucaristía, sino a hacer eucarística su propia existencia, configurándose con Aquel que "se ofreció a sí mismo". En la ordenación sacerdotal, al entregarnos la patena con pan y el cáliz con vino y un poco de agua, el Obispo nos dice: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo”.
Este llamado dirigido especialmente al sacerdote, toca también a los demás fieles, llamados también a vivir una existencia eucarística. El Evangelio está lleno de invitaciones a que nuestra vida de seguimiento de Cristo sea profunda, nazca desde muy adentro. En este Año de la Misericordia, no podemos dejar de pensar que cada una de las obras que emprendamos tiene que ser una verdadera obra de Misericordia.
El Papa Francisco, en su mensaje para la fiesta de San Cayetano en Buenos Aires, 2013, hace unas simples preguntas que marcan esa diferencia: "cuando da limosnas, ¿mira a los ojos de la gente que le da las limosnas? (... ) ¿toca la mano o le tira la moneda?" No hay verdadera Misericordia sin reconocimiento del otro, sin encuentro.

En acción de gracias con María

María canta la grandeza del Señor, cuya misericordia "alcanza de generación en generación a los que le temen" (Lucas 1,50).  En ella encontramos una vida hecha eucaristía, como lo expresara hermosamente San Juan Pablo II: " María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio." (Ecclesia de Eucharistia, 53).
Termino con este párrafo de la misma encíclica:
María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para presentarle al Señor » (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería « señal de contradicción » y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como « memorial » de la pasión. (Ibídem, 56)
+ Heriberto 

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