viernes, 3 de marzo de 2017

Prepara tu alma para la prueba. Mateo 4,1-11. I Domingo de Cuaresma, ciclo A.

Tierra Santa: Monte de la Tentación




“Si quieres servir al Señor, prepara tu alma para la prueba”
(Eclesiástico 2,1)
Estos días de carnaval me han hecho recordar una canción del brasileño Chico Buarque que comienza diciendo “Nao existe pecado do lado do baixo do equador” (no existe pecado del lado de abajo del ecuador). La frase sugiere un “vale todo”, un desenfreno que viene asociado a los días de carnaval.

Sin embargo, tradicionalmente al lunes y martes de carnaval sigue el miércoles de ceniza, con su ritual y sus llamados fuertes: “recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás”; “conviértete y cree en el Evangelio”. Porque el pecado sí existe. Lamentablemente, pero existe. Basta ver las muchas formas de avaricia, envidia, ira, soberbia, gula, pereza, lujuria… por decirlo así, con los siete pecados capitales.

El miércoles de ceniza nos ha llamado a los cristianos a entrar en un tiempo de moderación, de revisión de vida, de examen de conciencia y penitencia, preparándonos a la celebración de la muerte y resurrección de Jesús, la gran fiesta de la Pascua.

En este primer domingo de Cuaresma, el Evangelio nos traslada al desierto. Presenciamos las tentaciones a las que se enfrenta Jesús. Esas tentaciones no vienen de su interior. No nacen de pensamientos o sentimientos de Jesús. Hay una presencia maligna frente a Él: el diablo, el tentador. Diablo viene del griego “diábolos” que significa “el que lanza algo entre otros”. Por eso es el que divide, el que separa, el que busca provocar que las personas tomen decisiones que los separen entre sí y que los separen de Dios. Por eso, cuando la gente se divide, se pelea, se enemista, decimos “el diablo metió la cola”.

Ese ser maligno aparece en la primera lectura que escuchamos este domingo en el libro del Génesis. La primera pareja humana vivía en total armonía. Armonía con Dios, armonía entre ellos, armonía de cada uno consigo mismo, armonía con el resto de la Creación.

Ahí el tentador aparece con una pregunta aparentemente inocente: “¿así que Dios les ordenó que no comieran de ningún árbol del jardín?”. Empezamos mal. Esa no es la orden de Dios. El diablo está tratando de confundir. Y cuando se le responda que no es así, sino que Dios sólo ha prohibido comer de un árbol, porque si comen su fruto “quedarán sujetos a la muerte”, el diablo responde: “No, no morirán… se les abrirán los ojos, serán como dioses”.

Ese es el trabajo del tentador. Quiere hacerlos desconfiar de Dios, desconfiar del plan de Dios. Le dice al ser humano “no, no es así… Dios te quiere engañar… Dios no quiere que seas feliz… no quiere que seas como él”.

Y así es como “El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador” (CIC 397). Ahí está la raíz del pecado. A partir de esa desconfianza, la vida de la humanidad se descarrila, porque se aparta del Creador. El hombre se olvida o pretende olvidarse de dónde viene. El ser humano, nosotros, no somos el resultado de unos cambios accidentales que se dieron en la materia y por casualidad dieron origen a la vida. Somos el resultado de la voluntad amorosa y creadora de Dios. Dios nos ha dado una increíble capacidad. Nos ha hecho capaces de crear muchas cosas. Somos creadores, y eso nos puede hacer sentir como dioses… pero somos criaturas.

En el Evangelio, Jesús se enfrenta al tentador, pero no solo esta vez. Las tentaciones seguirán presentes a lo largo de toda su vida. Dentro de poco más de un mes, en la Semana Santa, estaremos recordando la última batalla de Jesús contra el maligno, en el huerto de los olivos donde Jesús ofreció “ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte” y  “fue escuchado por su actitud reverente” (Hebreos 5,7).

En su oración al Padre, Jesús dice: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lucas 22,42).
Jesús, resistiendo al tentador, es el hombre nuevo que permanece fiel, allí donde el primer hombre cayó. Jesús es el servidor de Dios totalmente obediente a la voluntad divina.

¿Cómo es posible que Jesús haga eso? ¿Cómo es posible que salga vencedor? A veces podríamos pensar que para Jesús rechazar la tentación es fácil: “por algo era el Hijo de Dios”. Pero Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. Y eso lo hace frágil. En el Evangelio vemos muchas veces el poder de Jesús: pero no debemos olvidar su fragilidad: tiene hambre, tiene sed, se cansa… y en la cruz lo veremos sufrir y morir. Pero por su fidelidad pasará la prueba. La victoria de Jesús sobre el tentador en el desierto es un anticipo de la victoria de la Pasión, donde su obediencia y su amor al Padre y a los hombres llega a su punto más alto. (cfr. CIC 539)

El sabio Ben Sirá, autor de un libro de la Biblia que conocemos como el “Eclesiástico” nos dice: “si quieres servir al Señor, prepara tu alma para la prueba” (Eclesiástico 2,1)

Muchas cosas han ayudado a Jesús, pero hay dos muy importantes, que nosotros también podemos tener en cuenta.

Primero: saber y recordar de dónde vengo realmente.
Jesús no se ha olvidado de dónde viene. El diablo mismo se lo recuerda, pero como poniéndolo en duda, pidiéndole pruebas. Dice el diablo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes». «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna».
Finalmente, el Diablo abandona ese camino y le ofrece a Jesús “todos los reinos del mundo y su gloria” diciéndole: «Todo esto te daré si postrándote me adoras».
Jesús sabe bien que Él viene del Padre Dios que lo ha enviado. Él ha recibido todo del Padre. Traicionarlo, hubiera sido desmentir todo el amor que el Padre le ha dado. Aunque el camino aparezca oscuro, confuso, angustiante, Jesús confía en el Padre.

Y nosotros ¿de dónde venimos realmente?
Nosotros también somos hijos de Dios. Él nos ha dado la vida. De Él venimos. Confiando en Él, con la fuerza del Espíritu Santo, podemos permanecer fieles. Fieles a la pareja, a nuestros padres, a nuestros hijos, a la amistad, a nuestro pueblo, a toda enseñanza honesta, a todo buen ejemplo que hayamos recibido.

Segundo: Jesús no se olvida de donde viene, pero, tampoco se olvida a dónde va. Él vuelve al Padre. Vuelve a Dios. No deja que le cierren el camino a casa. No se pierde, aunque la noche esté cerrada. Por eso, en la Cruz podrá decir, antes de expirar: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23,46).

Nuestra vida no va para cualquier lado. La historia de la humanidad no va a la deriva.
Aún en medio de tantos desastres y tanta violencia Dios va llevando el hilo de la historia. El Reino de Dios se hace presente en la historia de los hombres discreta pero realmente.

Con esa convicción podremos recorrer estas semanas de Cuaresma, camino que nos ayuda a alivianar el alma y el corazón de todo lo que no me deja seguir a Jesús con libertad y podemos decir, con el autor de la carta a los Hebreos (12,1-2):
“también nosotros (…) sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, (…) soportó la cruz (…) y está sentado a la diestra del trono de Dios.”

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