sábado, 25 de marzo de 2017

Estar "como el que sirve". Homilía de Mons. Heriberto Bodeant en la ordenación sacerdotal de Fray Adeíldo Dos Santos SIA


Un misionero que estuvo muchos años en Asia me dijo una vez: cuando uno vive un cambio cultural tan grande, como es ir de Italia a Japón, es como nacer de nuevo.
Un recién nacido tiene que aprender a comer, aprender a moverse, aprender a hablar. Un misionero en una cultura diferente es como un recién nacido porque tiene que aprender todo de nuevo. La comida es completamente diferente pero también lo es la forma de comerla; el idioma no tiene relación ninguna con el que yo hablo; mis gestos, mis movimientos más comunes pueden expresar cosas muy distintas de las que yo quiero manifestar.

El misterio de la encarnación que hoy celebramos, tiene relación con eso. El Verbo de Dios viene a vivir entre los hombres. Se hace uno de nosotros.

Cuando Juan el Bautista está en prisión, después de haber anunciado la llegada inminente del Cordero de Dios, oye hablar de Jesús. Lo que oye hace que se inquiete, y manda a preguntar “¿Eres tú el que debía venir o debemos esperar a otro?”.
Juan esperaba que el Mesías se manifestara con el juicio inmediato, donde el árbol malo sería derribado con el hacha. En cambio Jesús se manifiesta con las obras de misericordia.

La encarnación cubre al Hijo de Dios con el velo de la humanidad.
El himno de la carta a los Filipenses (2,6-11) lo expresa muy bien:

[El Hijo de Dios] “… se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.”

Cuidado: la humanidad de Jesús es real. Él es hombre verdadero, sin dejar de ser Dios verdadero. Pero esa realidad humana esconde su realidad divina.
Decir que la humanidad de Jesús es como un velo que cubre su divinidad es una buena comparación, porque la realidad divina de Jesús se va a ir “re-velando”; es decir, el velo se va a ir corriendo hasta que lleguemos a contemplar en su rostro humano el rostro de Dios.

Pero, de la misma forma que el Hijo de Dios hecho hombre nos revela el rostro de Dios, “el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”; “Cristo… en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.” (cfr. Gaudium et Spes 22).

Así pues, contemplando a Jesucristo Verbo encarnado, descubrimos a un tiempo el misterio de Dios y el misterio del hombre.

Todo esto comienza en un instante en el que el proyecto salvador de Dios es puesto en las manos de una joven. Allá por el siglo XII San Bernardo nos ubica en el brevísimo pero casi eterno silencio que está entre el anuncio del ángel y la respuesta de María. Imaginando ese momento decisivo el santo implora a la Virgen:
“Mira que el ángel aguarda tu respuesta (…). También nosotros (…) esperamos, Señora, tu palabra de misericordia. En tus manos está el precio de nuestra salvación (…) si tú das una breve respuesta, seremos renovados y llamados nuevamente a la vida (…). Apresúrate a dar tu consentimiento, Virgen, responde sin demora (…). Di una palabra y recibe al que es la Palabra, pronuncia tu palabra humana y concibe al que es la Palabra divina (…) ¿Por qué tardas? ¿Por qué dudas? Cree, acepta y recibe (…). Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por el amor, abre por el consentimiento. “Aquí está” –dice la Virgen– “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. (Oficio de lecturas del 20 de diciembre).

“Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”, hemos rezado nosotros respondiendo a las estrofas del salmo 39.
Fray Adeíldo, tal vez esas palabras del Salmo, que anticipan las palabras de María, pero que se vuelven un eco de ella en labios de su Hijo, expresen bien tu lugar hoy en esta Catedral. Tú puedes decir, de un modo particular, de un modo único, entre todos nosotros “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.

Efectivamente, estás aquí como resultado de tu camino vocacional, es decir, la búsqueda de la voluntad de Dios para tu vida. Nadie puede arrogarse la dignidad del sacerdocio “si no es llamado por Dios” (Hebreos 5,4). Este llamado ha sido confirmado por tus hermanos de la Congregación Misionera de San Ignacio de Antioquía junto a su superior Frei Guilherme Pereira y por el Obispo de Baurú, Dom Frei Caetano Ferrari, quienes me han pedido que te ordene sacerdote.

El misterio de la Encarnación que estamos celebrando ilumina las circunstancias en las que recibes el orden sagrado.
Tú ya has vivido ese “nacer de nuevo” cuando dejaste tu mundo del Nordeste brasileño, donde compartiste muchos años con tu primo Reginaldo, que representa aquí a tu familia, para vivir tu vocación en el estado de São Paulo. Los vínculos que allí creaste nos traen la presencia de numerosos hermanos y hermanas de la Diócesis de Baurú. Volviste a “nacer de nuevo” al internarte en las selvas del Chocó, en Colombia, en la Diócesis de Istmina-Tadó, de la cual también han venido a acompañarte en este día. Y de tu Nordeste llegas finalmente a este Noreste uruguayo, donde la frontera es un mundo rico y misturado que se expresa a veces en una lengua que no es ni el portugués ni el español, sino el portuñol.

A partir de mañana iniciarás tu ministerio sacerdotal en la parroquia San Juan Bautista de Río Branco, con la actitud que tú mismo has señalado en el lema que has elegido, en el que expresas tu deseo de configurarte con Cristo servidor: “Estoy entre ustedes como el que sirve” (Lucas 22,27).

“Como el que sirve”, entonces, buscarás “encarnarte” en la realidad de esa comunidad de comunidades y de toda la comunidad humana que vive en el territorio parroquial. Harás como San Pablo que supo hacerse “esclavo de todos”: judío con los judíos, gentil con los gentiles, débil con los débiles; en suma, que supo “hacerse todo para todos” para “ganar al mayor número posible” para Cristo (Cfr. 1 Corintios 9,19-22).

“Como el que sirve”, a partir de hoy, celebrarás diariamente la Eucaristía en las diferentes comunidades y para las escuelas católicas, de modo de acercar la Palabra y el Cuerpo de Cristo a todos aquellos que lo necesitan y lo buscan.

“Como el que sirve”, harás parte de una “Iglesia en salida”, junto a tu comunidad parroquial, a tus hermanas ignacianas y a las hermanas Misioneras de la Doctrina Cristiana. Saldrás al encuentro de todo aquel que sufre en la enfermedad, en el duelo, en el menoscabo de su dignidad humana, en la carencia de los bienes elementales, en las “periferias existenciales” y en las “periferias geográficas” de hoy.

“Como el que sirve”, procurarás que la comunidad parroquial de San Juan Bautista crezca en “Comunión y participación”, esa expresión de los Obispos latinoamericanos reunidos en Puebla (1979) tan cara al P. Gino Serafino, fundador de la congregación ignaciana. Comunión que se inserta en la comunión de la Iglesia Diocesana y en su proyecto pastoral; desde allí en la Iglesia Católica toda, bajo la guía del Sucesor de Pedro, nuestro Papa Francisco.

Una comunidad participa cuando, junto a su pastor, busca en la realidad el llamado de Cristo, lo discierne a la luz de la Palabra y se deja impulsar y guiar por el Espíritu Santo en la acción. El Consejo Pastoral Parroquial, el Equipo Económico, así como los demás equipos, grupos y comunidades de la parroquia están llamados a ser, ante todo, lugares y organismos de comunión y participación.

La comunidad cristiana impulsa también la participación solidaria y corresponsable en la vida social y en la vida ciudadana, sin olvidar que toda la humanidad está llamada, en definitiva, a participar de la vida misma de Dios, ya que “Por Cristo, único Mediador, la humanidad participa de la vida trinitaria” y “Por Cristo, con Él y en Él, entramos a participar en la comunión de Dios” (DP 213-214).

“Como el que sirve”, llamarás con tu voz y con tu ejemplo a vivir la comunión, con las palabras de San Ignacio de Antioquía: “El acuerdo y concordia de ustedes en el amor es como un himno a Jesucristo. Procuren todos ustedes formar parte de este coro, de modo que, por su unión y concordia en el amor, sean como una melodía que se eleva a una sola voz por Jesucristo al Padre, para que los escuche y los reconozca, por sus buenas obras, como miembros de su Hijo. Les conviene, por tanto, mantenerse en una unidad perfecta, para que sean siempre partícipes de Dios”.

Jesús nos ha dicho que Él no ha venido a ser servido “sino a servir y a dar la vida en rescate por la multitud” (Mateo 20,28). Para Él servir y dar la vida no son dos cosas diferentes. Como discípulos de Jesús, todos los bautizados estamos llamados a seguirlo llevando nuestra propia cruz, pero también, como enseña San Pablo, ayudándonos unos a otros a llevar nuestras cargas (Gálatas 6,2).

Los sacerdotes conocemos muchas veces la soledad que nos une a Jesús abandonado. Como todo ser humano, experimentamos en la vida cotidiana dolores, problemas, fracasos, contrastes. Pero al presentar en cada Eucaristía la ofrenda del pueblo, nos conforta recordar las palabras que escuchamos al recibir la patena y el cáliz “considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con la cruz del Señor”. Conformando cada día nuestra vida con la cruz del Señor, podemos estar en medio de nuestros hermanos “como el que sirve”, como el que ayuda a llevar las cargas de la vida, como el que anuncia la alegría de la Pascua, la gloria del Resucitado, porque, como enseña el Papa Francisco “con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” y “nadie queda excluido de la alegría que nos trae el Señor” (Evangelii Gaudium, 1 y 3).

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