viernes, 13 de abril de 2018

Jesús, mi personaje inolvidable (Lucas 24,35-48)








“Mi personaje inolvidable”. Así se llamaba -o se sigue llamando- la sección de una conocida revista en la cual alguien cuenta de una persona que marcó mucho su vida. Ese personaje inolvidable puede ser una gran figura pública… un presidente, un primer ministro -pero visto, no tanto desde su cargo, sino desde una relación personal, cercana-. O, en cambio, podía ser una persona humilde, discreta, pero capaz de dejar una enseñanza o un buen ejemplo de vida; algo que imprime una huella en el alma. Cada autor escribe desde esa marca, desde esa huella que el otro ha dejado en su corazón. El autor de cada artículo es un testigo y su escrito es un testimonio; no de un hecho que ha visto, sino acerca de una persona que ha entrado y se ha quedado en su vida, profundamente arraigada. Para sus discípulos, Jesús es el “personaje inolvidable” … pero aún mucho más que eso.

El Evangelio que escuchamos este domingo concluye con estas palabras de Jesús a sus discípulos: “Ustedes son testigos de todo esto”. En griego -el idioma en que se pusieron por escrito los evangelios- la palabra para “testigo” es mártir. En castellano, “mártir” es alguien capaz de dar su vida por sus creencias o convicciones, pero ése es el significado que irá tomando de a poco la palabra. En su origen, como decíamos, “mártir” significa “testigo”, aquel que puede dar testimonio, aquel que puede contar, como dice san Juan:

“…lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida [es decir, de Jesús] (…) se lo anunciamos” (cfr. 1 Juan 1,1-3)

Después de la resurrección de Jesús, no pasará mucho tiempo antes de que ese testimonio empiece a ser firmado con la sangre de los testigos. Entonces, la palabra “mártir” tomará el significado que tiene ahora. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos cuenta la historia del primer mártir, san Esteban, al que mataron arrojándole grandes piedras. Antes de morir, Esteban invoca a Jesús: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» y reza por sus verdugos: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (cfr. Hch 6,8 - 8,2). Para Esteban y para todos los testigos de sangre que vendrían después, Aquel que da sentido a sus vidas, es decir, Jesucristo muerto y resucitado, es también quien da sentido a la muerte de cada uno de ellos como paso a una vida nueva en Cristo.

Pero volvamos al Evangelio: “Ustedes son testigos de todo esto”, les había dicho Jesús a sus discípulos. ¿Y qué es “todo esto”? Dice Jesús:

«Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados.»

Vamos de a poco… “así estaba escrito”. Antes de esto, Jesús había dicho: 

«Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos.»

“La Ley y los profetas” era una manera habitual en tiempos de Jesús de referirse a la primera parte de la Biblia, lo que suele llamarse “antiguo testamento”, que hoy podemos nombrar como “primera alianza”. Todo el antiguo testamento o primera alianza está atravesado por la promesa de un Mesías, un salvador que Dios enviaría a su tiempo. Todas esas promesas tienen su cumplimiento en Jesús.
Pero además de “la Ley y los profetas”, Jesús menciona especialmente los Salmos. Algunos de ellos presentan situaciones que anticipan la pasión de Jesús: el salmo 22, grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” (22,2). Otros hablan de la entronización del Mesías. Se deja también entrever su resurrección, salmo 16: “no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción” (16,10). Especialmente, el salmo 118, que cantamos en tiempo de Pascua: “Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo” (118,24).

El cumplimiento de lo que dicen la Ley y los profetas -y los salmos- está en esto: “el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día”. La muerte del Mesías y su resurrección es el acontecimiento que está en el centro de la fe cristiana. Su muerte no es una muerte más: es una muerte que identifica a Jesús con el “servidor sufriente” anunciado por el profeta Isaías: 

“indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes” (Isaías 53,12).

La resurrección no es la “reanimación” de un cuerpo muerto. No es una prolongación de esta vida en la que se sigue envejeciendo para finalmente, ahora sí, morir… la resurrección es la entrada en una nueva forma de vida, una vida en Dios… Jesús es el Hijo de Dios que se ha hecho hombre; ha muerto como hombre, y como hombre ha sido resucitado por el Padre y vuelve al Padre llevando su humanidad, nuestra humanidad… por eso, a partir de la resurrección podemos decir “hay un hombre en el seno de Dios”.

Jesús sigue diciendo a sus discípulos: “comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones”. Antes de Jesús, Jerusalén era presentada como el lugar donde las naciones, los pueblos de la tierra, debían llegar para conocer a Dios. A partir de Jesús, Jerusalén es el punto de partida. Allí se ha manifestado Dios resucitando a su Hijo. Desde allí parte el anuncio de la buena noticia a todo el mundo. Desde el comienzo, la Iglesia es “la Iglesia en salida” de la que hoy habla el papa Francisco.

Junto a la buena noticia de la muerte y resurrección de Jesús, va el llamado a “la conversión para el perdón de los pecados”. La palabra griega que traducimos como “conversión” es metanoia. La metanoia es un “cambio de mentalidad”. Es poner la mente “más allá”: es dejar el modo humano de pensar y entrar en el modo de pensar de Dios. Es mirar la historia del mundo, la vida de los hombres y la propia vida desde el proyecto de Dios, manifestado en la muerte y resurrección de Jesús. Contemplando a Jesús crucificado y resucitado es como podemos descubrir nuestro pecado como resistencia, como contradicción al Plan de Dios, al amor de Dios. Desde ese profundo cambio de mentalidad podemos llegar al arrepentimiento y al cambio de vida por el que cada persona humana, cada uno de nosotros puede entrar al camino de Jesús, el Cristo, muerto y resucitado por nosotros. El camino de la vida en Dios.

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