Mons. Roberto Cáceres en el Concilio Vaticano II |
-¿Podemos analizar la aplicación del Concilio en la Diócesis de Melo?
-Cuando llegué a Melo en abril de 1962, unos meses antes de iniciarse el Concilio, el P. Félix Ugarte (Lateranense, Párroco de la Catedral) se había adelantado, con la reforma que estaba haciendo del presbiterio: el altar mayor de mármol ya lo había previsto de cara al pueblo. Fue el primer altar de la República que se hizo en ese estilo, anticipándose al Concilio. El de la Catedral no es un altar postconciliar, es preconciliar, porque ya se visualizaban las transformaciones litúrgicas que luego el Concilio determinó. El lucernario, que estuvo durante años sobre el altar, fue un trabajo en bronce muy fino. Se hizo en Montevideo, y se grabó en él: “Concilio Vaticano II. Juan XXIII”, como un exvoto, un preanuncio del Concilio, ya convocado pero aún no iniciado.
-¿Quiere decir que había un ambiente favorable para los cambios?
-Sí, la gente en general recibió muy bien los cambios, porque se concretaron en cosas muy sencillas pero significativas: la comunión en la mano, comulgar de pie, la utilización del idioma de cada país, la lectura de los laicos en el ambón. Y, sobre todo, el altar de cara al pueblo.
Todo se fue simplificando. Comenzamos a usar ornamentos más sencillos; fueron apareciendo las nuevas formas de revestirse del sacerdote… La sotana fue lo primero que se dejó. La gente lo fue asumiendo, salvo casos excepcionales, con alegría y pleno apoyo.
-¿Esos fueron los principales frutos?
-Hubo otros. Cuando iba a las sesiones no pensaba exclusivamente en cómo aplicaría las renovaciones que se estaban produciendo, sino, además, quería lograr cosas positivas para la Diócesis. Iba con la intención de establecer contactos, relacionamientos que nos proporcionaran, especialmente, sacerdotes y comunidades religiosas. Uno de los logros más importantes fue el Fidei donum con la Diócesis de Brescia. Y también ayudas económicas de instituciones como Adveniat de Alemania.
-¿En qué consistió el convenio Fidei donum con la Diócesis de Brescia?
-El Fidei donum (“Don de la fe”) fue una propuesta de Pío XII, para que las diócesis de Europa más provistas en clero ayudaran a las diócesis más empobrecidas, a través de un contrato.
En el Concilio conocí a Mons. Luigi Mostabilini, que era el Obispo de Brescia. Con él suscribimos el Fidei Donum, por el cual la Diócesis de Brescia enviaría sacerdotes a la Diócesis de Melo, en forma periódica y continua. Hicimos un convenio que se firmó en pleno Concilio. Se efectivizó en 1968 con la llegada de los Padres Javier Mori y Pierluigi Murgioni. Vinieron con un espíritu de renovación muy decidido, que no prescindía ni siquiera de la política, para sacar a los pueblos de su pobreza y postración.
Me llamó la atención que el P. Pierluigi, apenas llegado, comenzara a trabajar de taxista. Hoy no impresionaría tanto, pero en aquel momento sorprendió. De todos modos, se fue asumiendo como uno de los tantos cambios que se iban produciendo: en parte por el tiempo post-conciliar que se vivía y también por un poco de esnobismo. Habían pasado por el Seminario de Verona, donde tal vez se les fueron planteando estas posibilidades. En Verona se había creado un Seminario para las misiones, en especial, para América Latina. Allí se preparaban los sacerdotes y religiosas destinadas a la misión. Aprendían la lengua y las características culturales de los pueblos a los que habían sido destinados, con el fin de consustanciarse con la gente y, desde la base, irlas evangelizando.
-¿Cómo se procesaron los cambios a nivel pastoral?
-Había quedado de lado la Acción Católica, que era nuestro caballito de batalla preconciliar. El postconcilio nos encontró sin una organización similar a la AC, y hubo como un desconcierto pastoral sobre el rumbo a tomar para darle vida a la Parroquia.
Los cambios, por aquellos tiempos, fueron propiciados por la Conferencia Episcopal del Uruguay. Entre ellos se destacó la Pastoral de Conjunto.
Se invitó al Canónigo francés Boulard, bajo cuya orientación nos reunimos en Tacuarembó. Fue un encuentro en el que participaron las diócesis del norte, con el propósito de profundizar la Pastoral de Conjunto. A partir de entonces, las reuniones de la CEU y de los Presbiterios se fueron regulando. Se acuñó la expresión: “La luz viene del Norte”, porque a partir de allí partieron las primeras reuniones pro Pastoral de Conjunto.
En nuestra Diócesis se propició la “Misión Popular”, con el propósito de que las reuniones se realizaran en las propias casas de familia. En lugar de llamar a un misionero, la gente del barrio se reunía en la casa de un vecino, guiados y siguiendo un libreto, que lo hacía Javier Mori. Se había arraigado la idea de no realizar actividades masivas, sino encuentros en los que todos participaran. Exponían sus problemas en grupos pequeños, lo que facilitaba el intercambio de opiniones.
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