jueves, 5 de abril de 2018

La Misericordia del Señor es eterna (Juan 20,19-31) Domingo de la Misericordia







Reflexión del Obispo de Melo, Uruguay, Mons. Heriberto Bodeant, a partir del Evangelio correspondiente al II Domingo de Pascua, ciclo B, 8 de abril de 2018.

“El que la hace la paga”, dice, con mucha contundencia un viejo refrán. Tal vez uno de los sentimientos más fuertes del ser humano es el deseo de venganza. El diccionario dice que la venganza es “la satisfacción que se toma del agravio o daño recibidos”. “Satisfacción” me hace pensar en otra expresión: “sed de venganza”. Como toda sed, mantiene a la persona inquieta, tensa, hasta que la sed se satisface. El derecho reconoce la justicia vindicativa -o sea, vengadora- que se define como voluntad “de restablecer la justicia lesionada mediante una pena proporcionada al delito”. En gran medida ese es el concepto de justicia que prima en muchas sociedades.

¿Y Dios? Hay una manera de leer el Antiguo Testamento que sólo ve allí un Dios que castiga. Pero… ¿se trata del Dios verdadero, o es una imagen de Dios en la que proyectamos nuestras propias pulsiones de venganza y violencia?
Durante los ocho días que van del domingo de pascua al domingo de la misericordia, en cada Misa ha vuelto a resonar el salmo 117:
“Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo: den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su Misericordia”.
Hemos celebrado en 2016, por iniciativa del Papa Francisco, un Jubileo de la Misericordia. Al convocarlo, el Papa nos presentó a Jesús como “el rostro de la Misericordia del Padre”. Ya san Juan Pablo II había dedicado una carta encíclica a la misericordia divina, titulada Dives in Misericordia, es decir (Dios) rico en misericordia. Nos decía el Papa santo que
“Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición del Antiguo Testamento de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente «visible» como Padre «rico en misericordia»”.
En este segundo domingo de Pascua, leemos en el evangelio según san Juan una de las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos. Cada línea del relato tiene una fuerte carga: las puertas cerradas, el miedo, Jesús en medio de ellos ofreciendo su Paz y entregando el Espíritu Santo y la facultad de perdonar los pecados. La ausencia de Tomás, su duda, su encuentro con Jesús ocho días después, su profesión de fe: “Señor mío y Dios mío”; la bienaventuranza que nos toca especialmente: ¡Felices los que creen sin haber visto!

Vamos a detenernos en aquellas palabras de Jesús que tienen especial relación con la Misericordia:
Jesús les dijo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.»
Juan Pablo II comenta así esas palabras:
“Nuestra atención se centra en el gesto del Maestro, que transmite a los discípulos temerosos y atónitos la misión de ser ministros de la misericordia divina. Les muestra sus manos y su costado con los signos de su pasión, y les comunica: "Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo" (Jn 20, 21). E inmediatamente después "exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo; a quienes ustedes les perdonen los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengan les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23).
Jesús les confía el don de "perdonar los pecados", un don que brota de las heridas de sus manos, de sus pies y sobre todo de su costado traspasado. Desde allí una ola de misericordia inunda toda la humanidad.” (Homilía 22 de abril de 2001, Domingo de la Misericordia).
El sacramento de la Reconciliación o “la confesión” es la forma privilegiada en la que se ejerce la Misericordia de Dios por medio de sus ministros.

Hay gente que dice “yo no me confieso con un hombre como yo” … los ministros de la reconciliación somos, efectivamente, hombres como los demás, por lo tanto, pecadores y también necesitados nosotros de confesarnos y recibir el perdón por nuestros pecados, pero a través de nuestro humilde ministerio, es Jesús quien perdona.

Se piensa también que la confesión es una solución liviana, “facilonga” … Sin embargo, para pedir y recibir el perdón son necesarias tres condiciones muy importantes:
1)    Reconocer el pecado, la ofensa que uno ha cometido
2)    Tener y expresar un arrepentimiento sincero, desear no haberlo hecho jamás
3)    Tener un “propósito de enmienda” es decir, estar dispuesto a poner todo de sí para no volver a hacer el mal que se ha hecho

Esto vale para la reconciliación con Dios, para la reconciliación sacramental, pero vale también para la reconciliación entre las personas. No puedo pedir -ni recibir- perdón sin reconocer que he actuado mal, sin sentir ni expresar arrepentimiento, sin tener la intención firme de no repetir la ofensa, incluso buscando la ayuda necesaria para no repetirla. Tampoco este perdón, que tiene una dimensión espiritual, me exonera del cumplimiento de una pena si he cometido un delito o de alguna forma de reparación del daño que he hecho.
“Perdónense si alguno tiene una queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes” dice san Pablo (Col 3,13).
“Así como el Señor los perdonó”: quien ha experimentado la Misericordia de Dios se hace capaz de ser misericordioso con otros. Se ha dado cuenta de su propia miseria, de su fragilidad, y es capaz de comprender la miseria de los demás. “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” nos enseña Jesús a pedir en el Padrenuestro.

En el comienzo de la Biblia encontramos una ley terrible: “ojo por ojo y diente por diente” (Éxodo 21,24). Aunque suena tan bárbara para nosotros hoy, esa ley ponía un límite a la venganza, estableciendo la misma proporción entre ofensa y castigo. Frente a algunas reacciones que se dan en nuestra sociedad tenemos que pensar si no hay que volver a recordarla, porque el castigo que se pide en determinados casos muestra una insaciable sed de venganza que reclama las penas más terribles.

Sin embargo, si seguimos esa lógica sucederá lo que decía Mahatma Gandhi: “ojo por ojo y el mundo acabará ciego”. En un mundo donde la violencia está normalizada, necesitamos recuperar el perdón y la misericordia. Jesús los ofrece desde su corazón traspasado, no desde un trono de algodón. No lo olvidemos: él es “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y lo hace como cordero que va al sacrificio. Él no ejerce la violencia sobre los demás: la recibe sobre sí mismo y transforma esa agresión recibida en una ofrenda de su propia vida capaz de vencer a la misma muerte. Por eso es Jesús resucitado el que sigue ofreciendo y entregando el perdón y la misericordia.

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