“No teman, pues les anuncio una gran alegría,
que lo será para todo el pueblo” (Lucas 2,10)
que lo será para todo el pueblo” (Lucas 2,10)
Una gran alegría. Para todo el pueblo. ¿Qué más podríamos pedir? A lo largo de la vida conocemos alegrías personales, compartidas con los más cercanos; alegrías familiares; alegrías de grupos humanos de los que formamos parte… es más raro participar de una alegría “para todo el pueblo”. Se dan también, con algunos logros deportivos… pero son efímeras. Soñamos con el momento en que puedan repetirse.
Una gran alegría. Profunda y desbordante. Llega hasta lo más hondo de nuestro corazón, allí donde está lo que más importa, lo que realmente importa… y a la vez se manifiesta, se comunica, incluso más allá de nuestra intención, a todos los que nos rodean. Pero cuando esa alegría es sentida por todos, es compartida, se multiplica, se realimenta.
Una gran parte del mundo festeja la Navidad. Muy temprano aparecen los distintos decorados que la anuncian. Sin embargo, entre Papás Noel, arbolitos, guirnaldas y globos, hay una extraña ausencia. Tal vez el pesebre oscuro, el buey, el burrito, las ovejas, los rudos pastores no encajen en el cuadro… sin embargo, el lugar, los animales y los hombres fueron el marco del acontecimiento más grande de nuestra historia humana: Dios entró en esta historia. Se hizo uno de nosotros. María lo dio a luz. José se hizo para él un padre y le dio el nombre de Jesús: “Dios Salva”.
Él es la causa de la alegría de Navidad. Él es el motivo de la fiesta. “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”, nos dice el Papa Francisco en su reciente exhortación apostólica.
Que en esta Navidad el Niño de Belén sea causa de gran alegría. Para cada uno. Para todo el Pueblo. ¡Feliz Navidad!
+ Heriberto, Obispo de Melo
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