“Cristo, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo tomando condición de servidor (…) y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Filipenses 2,6-8).
El pasado Domingo de Ramos escuchamos el relato de la Pasión del Señor según San Mateo. Desde la cruz llegó el estremecedor grito de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Salmo 22). El hijo de Dios tomó nuestra condición humana, “se despojó a sí mismo” y bajó hasta el fondo del dolor y de la angustia: “tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso” (Hebreos 2,17). El evangelista Mateo nos hace ver cómo Jesús va siendo abandonado. Sus discípulos se duermen en lugar de velar con Él en el Huerto. Huyen cuando Jesús es arrestado. Judas lo vende, Pedro lo niega. La multitud grita “crucifícalo”. Llegan las burlas, los azotes, la corona de espinas, el vía crucis, el calvario. Y como culminación de ese abandono, ese grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
El Hijo de Dios bajó hasta el fondo de nuestra condición humana, hasta la soledad más total, más completa… ¿por qué? “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15,13). La pasión, la muerte de cruz, son la expresión de ese amor mayor de Jesús. Y lo hace para que nadie más tenga que gritar “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” sin encontrar respuesta. La respuesta también nace de la cruz. Allí, ante la muerte del crucificado, el Centurión y sus hombres exclaman “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mateo 27,54).
“Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2,9-11).
Pero el Hijo de Dios había muerto. Fue bajado de la cruz y colocado en la oscuridad del sepulcro. La noche envolvió el cuerpo de Jesús. El Universo volvió a la noche de los tiempos, a la noche anterior a la palabra del Creador: “Hágase la luz” (Génesis 1,3).
Y dentro de la tumba, la luz se volvió a hacer. La creación volvió a realizarse. “Mira que hago un mundo nuevo” (Apocalipsis 21,5). El Padre no ha abandonado a su Hijo. En Jesús resucitado, la muerte ha sido derrotada, el perdón ha vencido al odio y brilla sobre la humanidad la luz de una esperanza irrevocable.
Por eso, Jesús puede decirnos “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mateo 16,24). Porque cuando en la vida nos encontramos sin salida, cuando nos hundimos en la oscuridad más negra, cuando nos sentimos profundamente humillados, allí, de cara a la verdad dolorosa de nuestra fragilidad y nuestro pecado, está el momento en que podemos abrirnos total y confiadamente a la esperanza en Dios, como lo hizo Jesús.
La alegría de la Pascua no es una alegría ingenua. Cada día encontramos nuestra cuota, a veces muy grande, de contrastes, problemas, dolores, fracasos… Pero en ellos podemos unirnos a la cruz de Jesús y a su obra redentora por la salvación del mundo. Y así, amando a Jesús abandonado en cada sufrimiento y abandono de la humanidad, encontramos la clave de la alegría: el encuentro con Dios, el punto de pasaje, de Pascua, de la miseria humana a la redención, de la muerte a la resurrección, de las tinieblas del dolor a la luz de la esperanza. Una Pascua que podemos vivir cada día, como anticipo de la que vendrá definitivamente. Por eso decimos ¡Feliz Pascua de Resurrección!
+ Heriberto, Obispo de Melo (Cerro Largo y Treinta y Tres)
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