“Debe existir un secreto cuyo conocimiento nos liberaría de todas las frustraciones, ya sea porque ese secreto nos conduciría a la salvación, o porque el hecho de conocerlo representaría la salvación. ¿Existe un secreto tan luminoso?”Así habla uno de los personajes de la novela “El Péndulo de Foucault”, de Umberto Eco. Eco fue un escritor, filósofo, profesor universitario italiano, fallecido el año pasado. En esta novela hace un impresionante catálogo de sociedades secretas, sectas ocultistas, grupos esotéricos. Gente en búsqueda desesperada de un secreto que pueda dar la completa felicidad a quien lo posea.
Esta inquietud existe desde la antigüedad. El personaje de Eco sigue hablando y nos cuenta que sucedió y cómo reaccionaron esos grupos cuando apareció el cristianismo:
“… acababa de llegar uno que se decía hijo de Dios, el hijo de Dios que se hace carne, y redime los pecados del mundo. ¿Era un misterio de poca monta?Pero vamos al Evangelio, miremos lo que hace Jesús… había momentos en que enseñaba a todos, pero se nos dice que algunas cosas las explicaba “en privado a sus discípulos” (Marcos 4,34). Más aún, hubo momentos en que se llevó aparte a tres de ellos. Los demás no oían ni veían… ¿Había una enseñanza secreta? ¿Había cosas que Jesús sólo trasmitía a algunos elegidos? Sin embargo, todo lo que Jesús trasmitió ha llegado a nosotros. La revelación es un proceso pedagógico. Tiene pasos, como todo aprendizaje. San Pablo decía a los corintios “les di a beber leche, no alimento sólido, porque todavía no podían recibirlo” (1 Co 3,2).
Y prometía la salvación a todos, bastaba con amar al prójimo. ¿Era un secreto sin importancia?
Su legado era que quien supiese pronunciar las palabras justas en el momento justo podría transformar un trozo de pan y medio vaso de vino en la carne y la sangre del hijo de Dios, y hacer de ellas su alimento. ¿Era un enigma despreciable?
(…) Y, sin embargo, esa gente que ya tenía la salvación al alcance de la mano, (…) nada, no se inmutaba. ¿Esa es toda la revelación? ¡Qué trivialidad!
Y se lanzaron, histéricos, a recorrer con sus veloces proas todo el Mediterráneo en busca de otro saber perdido, un saber del que esos dogmas de treinta denarios sólo fueran el velo aparente, la parábola para los pobres de espíritu, el jeroglífico alusivo, (…). ¿El misterio trinitario? Demasiado fácil, debe de ocultar alguna otra cosa.
Hubo alguien, quizá Rubinstein, que cuando le preguntaron si creía en Dios respondió: “Oh no… yo creo… en algo mucho más grande...” Pero hubo otro (¿quizá Chesterton?) que dijo: “Desde que los hombres han dejado de creer en Dios, no es que no crean en nada, creen en todo.”
En el Evangelio que leemos en las misas de este domingo, Jesús dice a los apóstoles:
“No hay nada oculto que no deba ser revelado,Jesús anima a sus apóstoles a trasmitir a todo el mundo, sin miedo, lo que Él ha enseñado. La iniciación cristiana, es verdad, no se hace en un día; pero no existen enseñanzas ni ritos secretos. Los sacramentos, la Misa, se celebran en iglesias a puertas abiertas, públicamente. Cuando el mensaje de Jesús ha tenido que ser trasmitido en forma discreta, secreta o aún clandestina, es solo cuando se ha cortado la libertad de expresarlo abiertamente.
y nada secreto que no deba ser conocido.
Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día;
y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas.”
(Mateo 10,26-27)
Si en la fe cristiana hay un secreto, el secreto está a la vista, puesto allí por todos los que lo han descubierto. No hay otro secreto que la persona misma de Jesús. Es en Él que conocemos a Dios.
No es un intermediario que nos dice “yo les muestro el camino”, sino “yo soy el camino”. No nos dice “yo les enseño la verdad”, sino “yo soy la verdad”; no nos dice “yo les traigo la vida” sino “yo soy la vida”. No dice “yo he visto al Padre y les hablo de Él” sino “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Jesús es Mediador entre Dios y los hombres de la manera más fuerte posible, porque todo nos es dado en Él, y no a través de Él. Y cuando nos habla de amar, nos habla de hacerlo como Él mismo nos amó, con el amor que viene de su Padre.
Santa Teresa de Jesús, que vivió en tiempos agitados, de navegantes errantes y desesperados en busca de secretos, vio claramente su camino en Jesús, en “Humanidad sacratísima” de Jesús.
Y veo yo claro, y he visto después,
que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes
quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima.
Muchas veces lo he visto por experiencia; Me lo ha dicho el Señor.
He visto claro que por esta puerta hemos de entrar,
si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos.
Así que no queramos otro camino,
aunque estemos en la cumbre de contemplación; por aquí vamos seguros.
Yo he mirado con cuidado, después que esto he entendido,
de algunos santos, grandes contemplativos, y no iban por otro camino:
san Francisco, san Antonio de Padua, san Bernardo, santa Catalina de Siena.
Con libertad se ha de andar en este camino, puestos en las manos de Dios;
si su Majestad nos quisiere subir a ser de los de su cámara y secreto,
ir de buena gana.
Siempre que se piense de Cristo,
nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes
y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene:
que amor saca amor.
Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar,
porque, si una vez nos hace el Señor merced
que se nos imprima en el corazón de este amor,
nos ha de ser todo fácil, y obraremos muy en breve y muy sin trabajo.
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