El ruido de la mezcladora y los gritos de los vecinos que estaban trabajando nos guiaron hacia el lugar donde se hacía la planchada. Era domingo en Paso Carrasco. Comienzos de los años ochenta. Ana y Hugo venían levantando su casa de a poco y había llegado la hora de hacer el techo.
Ni bien terminó la Misa, nos arrimamos a ayudar el Padre Lucio y yo. Nos pusimos en la cadena que hacía pasar y subir los baldes de mezcla.
Se fue sumando gente. Al mediodía estaba hecha casi la mitad. El cielo estaba encapotado pero aguantaba. De repente empezó a chispear.
Se tapó todo con unos nylons que estaban prontos por las dudas y bajamos a comer.
En un galpón las señoras aprontaban las ensaladas. Junto a una buena churrasquera, el Pumba, asador oficial de la barra, hacía su aporte. Cuando el asado estuvo pronto, hizo su extraño ritual, diciendo con tono de cuando salen mal las cosas “… ta que lo tiró… ni aunque me esfuerce me sale mal el asado”. Y el asado estaba riquísimo, con la sencilla salmuera, receta del asador: sal, una hoja de laurel y un diente de ajo.
La lluvia se hizo un poco más intensa, pero se veía que iba a parar. Y así fue y esa tarde pudimos terminar, tal como era necesario.
Mientras tanto, disfrutamos el asado. Cuando terminamos, el Pumba me pidió: “cantá aquella que me gusta”. No se puede negar una atención al asador, y canté:
“Cuando el pobre nada tiene y aún reparte / cuando un hombre pasa sed y agua nos da / cuando el débil a su hermano fortalece / va Dios mismo en nuestro mismo caminar…”
En aquel instante de recogimiento que provocó en todos nosotros la letra de la canción, ese momento en el que se resumía toda aquella fraternidad que nos había llamado a trabajar en la casa de un amigo, lo vi.
Habían quedado sobre una mesa improvisada con unos rústicos tablones, un pedazo de pan y un vaso con un poco de vino. No había nadie al lado. No había tampoco un plato o un cubierto. Simplemente el pedazo de pan y el vaso con vino.
No, no digo que eso fuera la Eucaristía y que allí estuviera la presencia de Jesús… pero los dos signos que Él eligió para dejarnos su presencia estaban allí. Él estaba en otra forma: estaba en medio de nosotros, como está siempre que dos o más se reúnen en su nombre, como estábamos reunidos compartiendo el trabajo, el asado y la alegría de estar juntos.
Este domingo la Iglesia celebra la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Corpus Christi, como se dice en latín.
Esta fiesta se emparenta con el Jueves Santo, en que recordamos el momento en que Jesús entrega a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre, bajo la forma de Pan y de Vino y les dice “hagan esto en memoria mía”.
En cada Misa, el sacerdote vuelve a repetir las palabras de Jesús: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo”. “Tomen y beban, este es el cáliz de mi sangre…”
Los católicos creemos que allí está Jesús, verdaderamente presente. Creemos que al comulgar nos unimos a Él y en Él, nos unimos entre nosotros, en común-unión, en comunión.
Creemos también que esa presencia se prolonga, más allá de la Misa.
Guardamos con toda reverencia las Hostias consagradas en el Sagrario.
Junto al Sagrario, una luz permanentemente encendida nos indica que allí está el Señor.
Comulgar es una profunda unión con Jesucristo.
Sin embargo, no siempre es posible.
Pero sí es posible, donde hay un sagrario con su luz encendida, estar en la presencia de Jesús, rezar ante él, adorarlo. O, simplemente, hacer como aquel paisano del que habla el santo Cura de Ars.
San Juan María Vianney fue cura en el pueblito de Ars, en el centro de Francia. A su iglesia solía llegar un hombre que se arrodillaba durante un largo tiempo, mirando al Sagrario.
Un día, el cura preguntó al hombre qué hacía en ese momento. El hombre respondió simplemente: “yo lo miro y Él me mira”. Mirar al amigo querido, sentirse mirado por Él… esa era la simple oración del campesino, que volvía a su casa reconfortado.
En el hemisferio norte, esta fiesta se celebra a comienzos del verano. La procesión se realiza en días luminosos y cálidos.
En la misma fecha, aquí en el sur, hemos recorrido muchas veces nuestras calles siguiendo a Jesús sacramentado en días gélidos, aunque hagamos la procesión en las primeras horas de la tarde. Sin embargo, siempre que podemos, siempre que este acto de fe y amor se organiza, vamos al encuentro de Jesús, a caminar detrás de Él, a dejarnos mirar por Él. Que su presencia sea nuestro sol y nuestra guía.
+ Heriberto
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