miércoles, 28 de junio de 2017

Perder para ganar. XIII Domingo del Tiempo durante el año.






“El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.
El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.”

En el año 1936, en Estados Unidos, un profesor de oratoria y relaciones humanas llamado Dale Carnegie escribió un libro que alcanzaría un gran suceso: “Como ganar amigos e influir sobre las personas”. Lo que escuchamos antes no está tomado de ese libro. Son palabras de Jesús en el Evangelio de San Mateo, que se leen este domingo en la Misa. Son palabras chocantes.

Una de las recomendaciones del libro de Carnegie es “si quieres sacar miel, no patees la colmena”, que es, más o menos, lo que decimos en criollo: “no patear el avispero”. Jesús no parece hacer otra cosa. “El que ama a su padre o a su madre (o a su hijo o a su hija) más que a mí, no es digno de mí”. ¿Qué quiere decir? ¿Por qué dice eso? En este tiempo en que muchas de nuestras familias están bastante destartaladas ¿conviene repetir esas palabras de Jesús? Pero, además ¿no nos da un mandamiento de amor al prójimo? ¿Por qué pone como en oposición el amor a la propia familia y el amor a Él?

Y sin embargo, el principal mandamiento de la Ley de Dios es “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo 22,37) y el segundo es “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (22,38). Sólo Dios puede pedir ser amado primero, con ese amor total; y Jesús es Dios.

Para un cristiano, esta exigencia de Dios no es extraña. Es la exigencia de Dios Padre que nos ha creado por amor, es la exigencia de Dios Hijo que nos ha redimido en la cruz por amor, es la exigencia del Espíritu Santo que por amor está en el corazón del hombre para santificarlo. El amor que Dios pide es el mismo amor que viene de Él. Es un amor que no está en el mismo plano que ninguna forma del amor humano, pero que también nos hace capaces de desprendernos de nuestro egoísmo y de amar al prójimo en verdad, en profundidad. Amor a Dios y amor al prójimo no se oponen, pero el amor a Dios está primero, precisamente para hacer verdad el amor al prójimo.

Ese amor de Dios, ese amor creador, redentor y santificador nos llega concretamente por la mediación de Jesús. Jesús es Dios hecho hombre.
Jesús pide seguirlo. Para los discípulos que él llamó cuando caminaba por esta tierra, seguir a Jesús era algo muy concreto. Algunos dejaron sus barcas y sus redes de pescadores y se fueron con él. Otro dejó su mesa de cobrador de impuestos y se fue con él. Cada uno dejó la vida que tenía hasta ese momento, para caminar siguiendo a Jesús, para ir con él.

Pero hay una condición para seguir a Jesús: tomar la propia cruz. No se puede seguir a Jesús sin llevar la cruz que nos ha tocado. No es extraño que Jesús pida eso. Después de todo, el momento más importante de la vida de Jesús se resume con una palabra: “padeció”. “Padeció bajo el poder de Poncio Pilatos”, decimos al rezar el Credo.

En tiempos de Jesús “tomar la cruz” tenía un significado muy concreto. Y terrible. Era lo que se le obligaba a hacer al condenado a morir en la cruz. Se lo cargaba con el brazo horizontal de la cruz, el “patibulum” y se le hacía recorrer con esa pesada carga un largo trecho hasta el lugar de ejecución, donde esperaba el “stipes”, el palo vertical que completaba la cruz.

Nosotros leemos hoy de forma espiritual esto que dice Jesús de “tomar la cruz”. Y aun así, nos resulta muchas veces difícil. Pensemos cómo sonarían esas palabras para gente que había visto pasar los condenados a muerte llevando el patíbulum. ¿Qué es lo que les está pidiendo Jesús?

Lo que pide Jesús es que se le siga. Caminar detrás de él, o caminar con él, pero siguiendo el camino por el que Jesús va, con todas sus consecuencias, incluyendo la cruz. Más, todavía, el camino es el mismo Jesús. La fe cristiana, la vida cristiana es una vida de seguimiento de Jesucristo, de encuentros con Él, de relación con Él. Jesucristo no es ni una idea ni un mito: es una persona. Una persona muy especial: él es verdadero hombre y verdadero Dios. Por eso él puede decir “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

Jesús no quiere el dolor y el sufrimiento. En el Evangelio lo vemos sanando a los enfermos, consolando, perdonando, combatiendo las injusticias, abriendo esperanza. Más aún, nos confronta con el sufrimiento de los demás como un llamado a que hagamos algo y no pasemos de largo.

Tomar la cruz puede ocurrir de muchas formas. A veces, como para los mártires, la cruz llegó —y sigue llegando para los mártires de hoy— como consecuencia de seguir a Jesús. Aquellos que, como el beato Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, lucharon contra el sufrimiento y la injusticia de los “crucificados” de su tiempo, terminan crucificados como Jesús.

Junto a esos testimonios tan fuertes, nos señala el Papa Francisco:
“existen también tantos mártires escondidos, esos hombres y esas mujeres fieles a la fuerza humilde del amor, a la voz del Espíritu Santo, que en la vida de cada día buscan ayudar a los hermanos y amar a Dios sin reservas” (homilía 22.04.2017)

Y agrega Francisco:
«es la cruz del propio deber, la cruz del sacrificarse por los demás con amor —por los padres, los hijos, la familia, los amigos, también por los enemigos—, la cruz de la disponibilidad para ser solidarios con los pobres, para comprometerse por la justicia y la paz. Asumiendo esta actitud, estas cruces, siempre se pierde algo. No debemos olvidar jamás que “quien pierda su vida [por Cristo], la encontrará”. Es un perder para ganar.» (19.06. 2016).

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