“Morrendo e aprendendo”, decía la anciana brasileña.
Aprendiendo hasta el último minuto de la vida. Aprender nos mantiene vivos.
Hace años, siendo yo un joven párroco, me encontré con un
sacerdote mayor, que me acompañó mucho en los comienzos de mi vocación. El
sacerdote escuchó el relato de algunas de las cosas que yo había vivido en ese
año y, cuando terminé, me dijo: “ha sido un año de aprendizajes”. “Sí” pensé yo
“así fue”. Han pasado los años y me alegra poder decir, al final de cada año:
“ha sido un año de aprendizajes”.
Es verdad que los mejores años para aprender son los
primeros de la vida. En un artículo que leí hace mucho sobre cerebro y
aprendizaje explicaba que el cerebro se configura en esos primeros años: por
eso es importante la estimulación oportuna a los pequeños.
Sin embargo, la capacidad de aprender no se pierde. Es más
fácil aprender una lengua nueva en los primeros años de la vida; es más difícil
con unas cuántas décadas, pero sigue siendo posible, si se está dispuesto a
poner el esfuerzo que será necesario.
Algunos aprendizajes son dolorosos: “la letra con sangre
entra” ya no cabe en la educación de niños y adolescentes (esperemos) pero
muchas cosas en la vida las aprendemos dándonos de cara contra el piso. Duele,
pero si no nos quiebra, nos fortalece.
Otros aprendizajes son gratificantes. Haber aprendido algo
nuevo hace crecer nuestra autoestima, al ver que hemos sido capaces de un logro
que ya no parecía estar a nuestro alcance. Internet coloca a nuestro alcance
toda clase de tutoriales, lo que facilita a quienes no tenemos, por ejemplo,
mucha experiencia en la cocina, salir airosamente del paso. Muchas cosas
podemos aprender… pero es bueno recordar el consejo del Martín Fierro: “es
mejor que aprender mucho / el aprender cosas buenas”.
Podemos, pues, distraernos de muchas formas… aprender muchas
cosas superfluas; pero en algún momento tendremos que enfrentarnos con la
verdad de nosotros mismos. “Nosce te
ipsum”: “conócete a ti mismo”, decían los antiguos. Éste puede ser uno de
esos aprendizajes dolorosos. Encuentro con nuestros propios límites, con
nuestra fragilidad, con nuestro lado más oscuro… El hombre sabio es humilde,
porque ha alcanzado ese conocimiento y percibe la vanidad, es decir, el vacío,
de quienes se consideran superiores a los demás.
Finalmente… desde esos límites que nos ayudan a reconocernos
como creaturas, asomarnos al misterio del Creador. San Agustín, hombre que
emprendió decididamente la búsqueda de Dios, nos comparte su experiencia en una
oración: “tú estabas dentro de mí y yo afuera … Tú estabas conmigo, mas yo no
estaba contigo … Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y
ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y
deseo con ansia la paz que procede de ti”.
Muy feliz Año Nuevo… y que 2018 sea para cada uno otro “año
de aprendizajes”, de profundo encuentro consigo mismo, con los demás y con
Dios.
+ Heriberto A. Bodeant,
Obispo de Melo (Cerro Largo y Treinta y Tres)
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