Recibir el diagnóstico de una enfermedad grave nos pone ante una realidad y una disyuntiva. La realidad es que nuestra vida tiene término: “recuerda que mi vida es un soplo”, le dice Job a Dios.
La disyuntiva es qué hacer, qué actitud tomar… pelear contra la enfermedad con todos los recursos a mi alcance… amargarme diciéndome “qué desgraciado soy” … poner mis cosas en orden, incluida mi relación con Dios… Recuerdo la actitud del Padre Cacho, un sacerdote uruguayo cuyo proceso de canonización se inició el año pasado. Él estaba muy enfermo, en etapa terminal y él lo sabía. Cacho recibió una visita pocos días antes de morir: una señora del barrio donde él había vivido en medio de los más pobres. Ella le tomó la mano y le preguntó, con mucho sentimiento “¿Cómo estás, Cacho?”. Él la miró, le sonrió y le dijo: “estoy curado”.
La enfermedad, sin embargo, cuando no es grave, se convierte en un fastidio: sabemos que con un mínimo cuidado saldremos de ella, que no nos vamos a morir, pero nos exige dejar la vida cotidiana y atender la salud. No nos resignamos fácilmente. Nada de meternos en la cama. Antigripales fuertes, antibióticos y seguimos adelante con todo. No queremos abandonar el puesto. Los papás y, sobre todo, las mamás no quieren que todos se pongan a cuidarlos.
En el Evangelio de este domingo encontramos a Jesús curando a una mujer que está en esa situación. La enfermedad no es grave, pero ella se ha tenido que rendir y está en cama.
Jesús salió de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.Jesús hizo tres cosas: se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar.
Acercarse y tomarla de la mano es algo simple, pero no por eso es poco significativo.
Es contacto físico con una persona enferma. Hoy, cuando una persona está engripada y nos queremos acercar, muchas veces nos dice “no, no me toques que ando repartiendo virus”.
A veces somos más bien nosotros que nos resistimos al contacto, por miedo al contagio… y, a veces, hasta los médicos ponen esa distancia.
Pero Jesús se acerca y la toma de la mano. En esa cultura, los hombres no tocaban a las mujeres de esa forma, pero Jesús frecuentemente toca a las personas que va a curar.
Incluso al leproso (Mc 1,41) a quien nadie podía tocar sin hacerse impuro él mismo.
A veces podemos decirle mucho más al enfermo tomándole la mano, como hizo la señora que visitaba al P. Cacho, que hablándole. Hay algo sanador en ese contacto corporal.
La acción final de Jesús es hacer levantar a la mujer. El verbo que usa allí Marcos es el mismo que usará para contarnos que Jesús levantó a una niñita de la muerte (5,41-42) y también para describir la resurrección de Jesús (14,28; 16,6). De este modo el evangelista está vinculando el poder de Jesús de levantar de la enfermedad o de la muerte al poder del Padre que lo levantó a Él de entre los muertos.
La mujer se levanta, efectivamente y está completamente curada: “se puso a servirlos” dice Marcos.
Desde cierta mirada femenina, esto no se ve bien. La única mujer de la casa estaba enferma. Jesús la cura y ella se levanta… para atender a los cinco varones que están allí.
Podemos, sin embargo, contemplar este episodio bajo una luz diferente:
- Las mujeres no tenían un lugar importante en aquella sociedad, pero tienen un lugar importante para Jesús, y un lugar destacado en la lista de curaciones realizadas por él: la primera de ellas es esta mujer, la suegra de Simón.
- como buena anfitriona, la mujer posiblemente se sintiera incómoda por no poder atender a sus visitas. Jesús la habilita para que pueda llevar adelante sus tareas normalmente.
- Más significativo es que Jesús vino como servidor: no vino “para ser servido, sino para servir” (10:45), y llama a sus discípulos a hacer lo mismo. El evangelio de Marcos nos muestra que los discípulos varones muchas veces no entienden esto. En cambio, las mujeres aparecen dando una respuesta más generosa que la de los hombres: la viuda pobre, la mujer que unge a Jesús con perfume, las mujeres al pie de la cruz, las mujeres que van al sepulcro.
Después de esta curación, la actividad de Jesús continúa.
Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era Él.Jesús ha liberado a un hombre del demonio que lo atormentaba y ha curado a una mujer. La noticia ha corrido por la ciudad. Ahora le llevan a todos los enfermos y endemoniados de todo Cafarnaúm.
Jesús responde a estas expectativas. Actúa con su autoridad que da vida. Los demonios lo reconocen y escapan. Los enfermos son sanados porque tienen fe en Él, confían en que Él tiene el poder para sanarlos. Donde no hay fe, donde no se reconoce la autoridad de Jesús, no hay milagros.
Jesús podría haber quedado en un gran sanador, un taumaturgo. Hubiera tenido asegurado un “éxito” traducido en multitudes que lo seguirían… pero Él vino a traer mucho más que salud, vino a traer salvación. Lo mismo que hizo decir al Padre Cacho “estoy curado” cuando estaba a punto de morir. Las curaciones están bien, expresan la compasión y la misericordia de Dios y son signos de la salvación; pero Jesús quiere conducirnos a un horizonte que está más allá de esta vida de fragilidad, de esta vida que tiene término.
El evangelio de este domingo termina mostrándonos a Jesús en oración, muy temprano en la mañana, mientras todos lo están buscando. Allí toma la decisión de no detenerse, sino seguir su misión, seguir anunciando la salvación:
«Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido».
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