jueves, 22 de febrero de 2018

Segundo domingo de Cuaresma. Una experiencia religiosa (Marcos 9,2-10)





Cada vez que estoy contigo
Yo descubro el infinito
Tiembla el suelo
La noche se ilumina
Y el silencio se vuelve melodía
Y es casi una experiencia religiosa
Sentir que resucito si me tocas
Esto es parte de la canción “experiencia religiosa” que tuvo su auge allá por 1995.
La canción compara la experiencia de amar a alguien con una “experiencia religiosa”.

Cuando sucede en nuestra vida algo para lo que “no tenemos palabras”, -aunque nada nos impida hablar-, cuando estamos ante algo indescriptible… una rara belleza, una melodía completamente original, algo que nos deja en éxtasis -sin consumir ninguna sustancia-…
Cuando contemplamos algo extraño, algo que viene de otro horizonte. Algo que, incluso, puede despertar en nosotros temor… no el miedo a ser agredidos, sino el temor a tocar algo que no fue hecho para ser tocado por nuestras manos… o estar ante algo que no podemos palpar, o ver, u oír… que escapa a nuestros sentidos y hasta a nuestra razón. Experiencias así nos hacen asomar al misterio de Dios, el mayor de los misterios que el ser humano puede encontrar.
Ya cité aquí alguna vez una sentencia que viene de la sabiduría india: “Dios es diferente de todo lo conocido y también de todo lo desconocido”.

El Evangelio de este domingo nos presenta una experiencia religiosa que viven los discípulos junto a Jesús. A su vez, lo que viven los discípulos evoca la experiencia de otros dos hombres: Moisés y Elías.
Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
¿Quiénes eran Moisés y Elías? Son dos personajes importantes, que vivieron fuertes experiencias de Dios.

Para Moisés fue el encuentro con la zarza ardiente. Moisés había huido de Egipto, donde su pueblo estaba en la esclavitud y se había convertido en pastor de ovejas. Un día se alejó mucho y llegó al monte Horeb, la “montaña de Dios”. Allí le llamó la atención una zarza que ardía sin consumirse. Algo sumamente extraño, porque una zarza seca arde rápidamente y pronto no hay más que cenizas. Moisés se acercó, atraído por el misterio, y allí Dios le habló desde la zarza y lo envió a liberar a su Pueblo de la esclavitud.

Siglos después, con el Pueblo de Dios ya en su tierra, reinaba allí la terrible reina Jezabel. El profeta Elías fue enviado por Dios pero pronto fue perseguido y huyó para salvarse. Huía de la reina, pero también huía de la misión que Dios le había dado. Pero Dios no lo abandonó. Le dio fuerzas para caminar y Elías llegó así al monte Horeb, donde mucho antes había estado Moisés.
Esta vez no hubo zarza ardiendo, sino cuatro fenómenos que pasaron ante Elías:
Primero un violento huracán, después un terremoto, luego un rayo… pero Dios no estaba en ellos.
Después del rayo se sintió el murmullo de una brisa suave. Elías se dio cuenta que Dios estaba en la brisa suave. Al igual que con Moisés, tendrá un diálogo con Dios y volverá a su misión para salvar a su pueblo.

Volvamos al Evangelio:
Hemos escuchado lo que vieron los discípulos: Jesús se transfiguró. Sus vestimentas se volvieron resplandecientes. Aparecieron Moisés y Elías conversando con Jesús… ¿Cómo reaccionan los discípulos?
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.
Notemos esos dos extremos: “qué bien estamos aquí” … una gran felicidad, una alegría… pero al mismo tiempo “estaban llenos de temor”.

Ese temor de Dios que sintieron los tres discípulos que acompañaron a Jesús, como antes lo habían sentido Moisés y Elías, no es el miedo a que Dios te castigue. El temor de Dios, que es un don del Espíritu Santo, fue darse cuenta de que Dios estaba allí, de que Dios se les hacía presente a través de esas manifestaciones. La conciencia de la presencia de Dios activa esa sensación especial, hecha de respeto, pero también confianza; tensión, expectativa, inquietud ante lo que puede venir, pero también alegría, valentía y fuerza para la misión.

En medio de esa rara sensación de desconcierto, de alegría, de temor, falta algo todavía:
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo.»
Es la voz del Padre Dios. Él confirma quién es Jesús.
Los discípulos han tenido una experiencia especial, privilegiada… pero el mundo no está todavía preparado para conocerla. Por eso, el Evangelio termina diciendo:
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre  los muertos.»
La oración de la Iglesia resume de este modo el significado de este episodio del Evangelio:
[Cristo] después de anunciar su muerte a los discípulos
les reveló el esplendor de su gloria en la montaña santa,
para que constara, con el testimonio de la Ley y los Profetas,
que, por la pasión, debía llegar a la gloria de la resurrección.

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