viernes, 2 de marzo de 2018

Tercer Domingo de Cuaresma - Dios hace alianza con nosotros (Éxodo 20,1-17)





Cuando dos personas se casan, intercambian anillos que reciben el nombre de “alianzas”. Más aún, se hacen mutuas promesas de amor, respeto y fidelidad.
La ley civil define el matrimonio como un contrato, en el que se establecen deberes y derechos. Un contrato que se puede romper, como tantos de otro tipo, si no se está dispuesto a seguirlo cumpliendo… un contrato que hoy, en lo civil, se puede hacer entre personas del mismo sexo…

Jesús, en cambio, hizo del matrimonio un sacramento.
¡Palabra difícil de entender, aunque la hayamos oído tantas veces!
Un sacramento es un signo a través del cual se hace presente una realidad que escapa a nuestros sentidos.
Cada uno de los sacramentos hace presente a Jesucristo; es un encuentro con Él… el agua del bautismo hace presente su vida de resucitado, para que renazcamos en Cristo; el pan y el vino nos hacen presentes el cuerpo y la sangre de Cristo, para que nos alimentemos de él…
La pareja que forman un hombre y una mujer que “se casan en el Señor”, la pareja que se une en matrimonio cristiano, es convertida en signo del amor con que Cristo amó a la Iglesia -más aún, a la humanidad toda- y se entregó a sí mismo por ella. Cristo fue a la cruz por nosotros y por nuestra salvación.
La alianza celebrada entre ese hombre y esa mujer es hecha signo de la alianza entre Dios y los hombres, la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo. Una alianza irrevocable. El sacramento del matrimonio asume también el contrato, la realidad humana hecha de compromiso, de deberes y derechos, de mutuas promesas de amor, respeto y fidelidad.

Todo esto lo tenemos que tener como un telón de fondo para comprender lo que nos presenta la primera lectura de este tercer domingo de cuaresma: los diez mandamientos. Es la ley de Dios. De ella dice el salmo 18:
“La ley del Señor es perfecta, reconforta el alma (…) los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos.”

Los mandamientos son claros, pero no los entendemos bien, no captamos su significado más profundo, si no los ubicamos en su marco, que es el marco de la alianza de Dios con su pueblo.
Esta alianza se resume en una fórmula que se repite en distintos lugares de la Biblia:
“yo seré su Dios, ustedes serán mi pueblo” (cf. Éxodo 6,7; Jeremías 7,23).
“Yo seré su Dios” no significa que Dios se pone allí, delante de su Pueblo, sin hacer nada y les dice “yo soy Dios. Hagan lo que les digo”. “Yo seré su Dios” es el anuncio de que Dios va a intervenir en favor de su Pueblo. “Yo los sacaré de la esclavitud de Egipto”. “Yo los introduciré en la tierra que he jurado dar a Abraham, a Isaac y a Jacob”.

En esa alianza Dios ha tomado la iniciativa.
El Pueblo, esclavizado por los egipcios clamó a Dios, Dios escuchó su grito, envió a Moisés y así se inició su camino de liberación.
Al proponer la alianza, Dios recuerda lo que ya ha realizado: los rescató, los hizo salir, los liberó. Ese recuerdo implica que esa acción salvadora continuará en el futuro, cuando sea necesario: “yo seré su Dios, ustedes serán mi pueblo”.

Diciendo “Yo seré su Dios”, Dios se compromete con su Pueblo.
Ante la acción salvadora de Dios ¿qué puede hacer el Pueblo?
Dios presenta el compromiso que espera de su Pueblo: eso son los diez mandamientos.
¿Cuál es el Pueblo con el que Dios sella esta alianza? No olvidemos, es el pueblo de Israel. Dentro de ese Pueblo nace Jesús, el Hijo de Dios, quien abrirá esa alianza a toda la humanidad, como Nueva y Eterna Alianza.

Jesús, como manifiesta él mismo, no ha venido “a abolir la ley, sino a llevarla a su plenitud”.
En tiempos de Jesús había personas que buscaban cumplir perfectamente la Ley. No sólo los diez mandamientos, sino todos los preceptos y normas que se fueron agregando sobre distintos aspectos.
Estos hombres estaban seguros de hacerlo de forma irreprochable. Sin embargo, Jesús se enfrenta constantemente a ellos. Para Jesús, el cumplimiento de la Ley va por otro lado. No se trata solamente de hacer lo que está mandado y no hacer lo que está prohibido, sino cumplir la Ley desde el corazón. Lo vemos claramente en sus comentarios a algunos de los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, donde llama a una conversión profunda que erradique todo mal deseo del corazón.

Pero la clave de la mirada de Jesús sobre los mandamientos está expresada en su sentencia sobre el sábado: no fue el hombre hecho para el sábado sino el sábado para el hombre.
El foco de Dios al ofrecer la alianza a su pueblo y a extenderla después a toda la humanidad a través de su Hijo está puesto en el ser humano. La plenitud de la ley está en la plenitud de la vida humana. La Ley no es una jaula o un corral, que encierra a la persona en una normativa que lo fija en un sitio, sino más bien las vallas laterales del camino, las líneas que señalan la ruta, para que el ser humano no se desvíe y para que avance hacia la meta de una realización plena, que está en llegar a participar de la vida divina, llegar a participar de la eternidad de Dios. Porque lo que nos hace más humanos, como lo expresaba el Papa Pablo VI: es “la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres.”

Rechazar la alianza y, por tanto, rechazar los mandamientos tiene consecuencias. No es necesario que Dios intervenga: sus leyes son principios básicos para la convivencia humana… cuando las dejamos de lado, pues, pasa lo que pasa…

Así como el sentido de la alianza matrimonial está dado por el amor, la alianza de Dios con los hombres solo se entiende en el marco de una relación de amor de Dios con la humanidad. Dios no impone su voluntad. Podría haberlo hecho. No lo hizo así. La nueva alianza se sella no con nuestra sangre, sino con la sangre de su Hijo. A pesar de todas nuestras maldades, Dios no crucifica a la humanidad: es la humanidad quien crucifica a su Hijo, el único inocente.
Entrar en la alianza es un acto de nuestra libertad, una respuesta al amor apasionado de Dios por sus creaturas, por nosotros.

Un amor “loco” … pero, como dice san Pablo en la segunda lectura de este domingo:
“la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres”.

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