miércoles, 14 de marzo de 2018

V Domingo de Cuaresma. Pondré mi Ley en sus corazones (Jeremías 31, 31-34)





No me acuerdo bien cuando fue que aprendí lo que significa simetría. Puede haber sido en la escuela, cuando nos enseñaban geometría y nos hacían notar que había figuras simétricas. Una figura que, si la doblamos por un eje quedan dos partes iguales.

Después, en el Liceo, en clase de dibujo hacíamos decoraciones con esas figuras simétricas. Tiene simetría algo que está equilibrado, como la balanza del escudo, con sus dos platos.
Leonardo Da Vinci hizo un famoso dibujo del cuerpo del hombre, donde puede verse la simetría del cuerpo.

Hace algunos años, aprendí otro concepto… creo que lo oí por primera vez en 2002, en aquel año de crisis: la asimetría.

Se habla de asimetría en muy distintos campos de la vida humana: asimetría de la información, asimetría de la economía, del comercio, del poder… con esto se quiere decir que hay relaciones que no se emparejan. Cuando alguien que vende no tiene la misma información que el que compra, hay una asimetría. Nombre elegante para decir que el que sabe que el auto que me vende está casi fundido, a pesar de que la carrocería está impecable, me está embromando… un ejemplo de la asimetría de la información.

Somos un país chico, y eso nos pone en situación de tener relaciones asimétricas que jueguen en contra de nosotros. Pero eso no es fatal. La asimetría se puede compensar. No es una cuestión de tamaño; hay otras cosas que juegan.

Ahora, si estas relaciones asimétricas se dan entre los seres humanos ¿podemos imaginarnos una situación más asimétrica que la que puede haber entre Dios y el hombre?

Dios allá arriba, en el Cielo. Dios omnipotente, todopoderoso… Dios que puede dar y quitar la vida. Que puede crear y que puede destruir… ¿cómo es posible vivir con Dios una relación que no sea “asimétrica”?

Sin embargo, el proyecto de Dios es extraño. Es interesante. No nos creó como marionetas que Él puede mover manejando los hilos desde arriba. Nos dio libertad. Ofreció al hombre su amor, pero espera su respuesta libre.

En los dos domingos anteriores hemos venido meditando sobre esto, precisamente: sobre la relación que Dios ha querido establecer con los hombres, y esta relación es una relación de Alianza.

Una alianza es un acuerdo entre dos partes, un contrato. Supone un compromiso de cada parte. Ese compromiso tiene algo de igualador, sobre todo si el más grande, el más poderoso, se compromete a hacer algo por el más chico. A pesar de su poder, el más grande ha aceptado hacer alianza y se ha comprometido a cumplir su palabra.

La alianza de Dios con su pueblo, como lo recordábamos hace poco, se resume en esta fórmula: “Yo seré su Dios – Ustedes serán mi pueblo”. Eso significa, en lo concreto, que Dios estará allí para intervenir en favor de su pueblo, para salvarlo; y el pueblo a su vez se compromete a cumplir una serie de mandamientos.

La historia fue mostrando que Dios se mantuvo siempre fiel a su alianza, pero el pueblo no. Dios mismo compara esa alianza con un matrimonio, en el que él es el esposo fiel que ha sido permanentemente engañado por una esposa infiel, la humanidad.

Hoy, tal vez la situación ha empeorado… ya no es un esposo engañado sino directamente rechazado por una parte de la humanidad que dice “no quiero saber nada contigo ni con tus mandamientos”. Que no quiere entrar en la alianza.

Pero Dios ha doblado su apuesta por esta humanidad que Él ha creado. Dios ve la dificultad del ser humano en permanecer fiel a la Alianza. La criatura es débil, es frágil. La primera lectura de este domingo, tomada del profeta Jeremías, anuncia la forma en que Dios piensa poner remedio a esto:
Llegarán los días (…) en que estableceré una nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la Alianza que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron (…).
Esta es la Alianza que estableceré con la casa de Israel, (…) pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo.
Pondré mi ley en sus corazones. Así piensa Dios que el pueblo podrá ser fiel a su Alianza. Pero para esto Dios inicia un proceso con algo que busca reducir aún más la asimetría: Dios se hace hombre. Dios Padre envía a su Hijo al mundo como hombre. No se trata de una simulación, de un holograma, de una realidad virtual. El Hijo no se disfraza de hombre; se hace carne, es decir, toma la naturaleza humana. Nace de una mujer, María. Así, desde el momento en que nace Jesús de Nazaret, la ley de Dios y la perfecta obediencia a esa Ley ya están en un corazón humano, el corazón de Jesús.

Pero el plan de Dios es escribir la ley en el corazón de cada persona. Esa es la misión del Espíritu Santo, persona divina que viene a habitar en el corazón de cada ser humano. Persona divina que entra en este mundo, que baja a los hombres como fruto de la Pascua de Jesús. Misterioso camino por el que Dios ha querido llegar al hombre.
Misterioso camino para sellar una nueva Alianza a través de la entrega de un hombre que es su propio Hijo. El viernes santo tiene que recordarnos siempre que Dios no nos crucifica, sino que permitió que nosotros crucificáramos a su Hijo, para que pudiéramos conocer hasta donde es capaz de llegar su amor por la humanidad.

Con el salmista podemos rezar:
Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
No me arrojes lejos de tu presencia
ni retires de mí tu santo espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso me sostenga.

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