jueves, 22 de marzo de 2018

Jesús y el Centurión (Marcos 15,33-39) Domingo de Ramos







En el año 117, hace 1900 años, el Imperio Romano alcanzó su máxima extensión. El emperador Trajano reinaba sobre unos 88 millones de habitantes, en una superficie de 6.500.000 km2, que abarcaba zonas de Europa, Asia y África, alrededor del Mar Mediterráneo.

Gran parte de ese territorio fue conquistado por las legiones romanas, que lograron imponerse por medio de su organización, su disciplina, su estrategia militar y su armamento.

Dentro del ejército romano, la unidad principal era la centuria, formada por unos 80 soldados (no 100 como haría pensar el nombre). Al mando de cada centuria había un centurión, oficial que era elegido por sus cualidades de resistencia, temple y mando. Julio César elegía a sus centuriones basándose en el valor que mostraban en el campo de batalla. El centurión debía inspirar a los legionarios en el momento de la lucha contra el enemigo mostrándose como el más letal.

Hoy miramos al Domingo de Ramos, con el que comenzamos la Semana Santa. El evangelio que escuchamos este domingo es el relato de la pasión según san Marcos; allí un centurión del ejército romano tendrá un papel muy importante. Pero ya llegaremos allí.

Los cuatro evangelios nos relatan la Pasión de Jesús, es decir, el proceso por el cuál va pasando hasta su muerte en la Cruz. Cada uno de los evangelistas pinta el cuadro con sus propios colores, poniendo diferentes acentos. En San Juan resplandece la divinidad de Jesús; en Lucas, la misericordia. Mateo sigue muy fielmente a Marcos, pero en muchos detalles es más benevolente; porque Marcos nos muestra con mucha crudeza un Jesús escarnecido, sufriente, abandonado. Un Jesús muy, muy humano, pero que sin embargo, sin embargo… no, no nos adelantemos.

Jesús abandonado:

Al principio del evangelio, Jesús llama a sus primeros discípulos, que lo siguieron dejando sus redes y sus barcas.
Pero cuando Jesús es apresado, dice el Evangelio:
“todos lo abandonaron y huyeron. Lo seguía un joven, envuelto solamente con una sábana, y lo sujetaron; pero él, dejando la sábana, se escapó desnudo.”
Al principio, los discípulos habían dejado todo para seguir a Jesús. Ahora, lo abandonan y uno deja hasta la ropa con tal de escapar de la suerte de Jesús.

Pedro lo niega:
“se puso a maldecir y a jurar que no conocía a ese hombre del que estaban hablando.”
Jesús escarnecido:

En presencia del sumo sacerdote, después de condenarlo,
“algunos comenzaron a escupirlo y, tapándole el rostro, lo golpeaban, mientras le decían: «¡Profetiza!» Y también los servidores le daban bofetadas.”
Ante Pilato, la multitud pide la muerte de Jesús
“Crucifícalo” “Crucifícalo”
Antes de crucificarlo, la guardia romana se burla de él:
“Lo vistieron con un manto de púrpura, hicieron una corona de espinas y se la colocaron. Y comenzaron a saludarlo: «¡Salud, rey de los judíos!» Y le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, doblando la rodilla, le rendían homenaje.”
Ya en la cruz,
“Los que pasaban lo insultaban”
“los sumos sacerdotes y los escribas se burlaban”
“También lo insultaban los que habían sido crucificados con él.”

Y finalmente llegó la hora:
Al mediodía, se oscureció toda la tierra hasta las tres de la tarde; y a esa hora, Jesús exclamó en alta voz:
«Eloi, Eloi, lamá sabactani.»
Que significa:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
La única palabra de Jesús en la cruz que nos da Marcos es ésta:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Es el comienzo del Salmo 22. Pero es ante todo el grito desgarrador con el que culmina la vida terrena de Jesús. En la cruz se siente abandonado no solo por los hombres, sino también por su Padre celestial: un misterio más profundo que el abismo más hondo; una realidad tan inaudita, que durante siglos la cristiandad dejó como olvidada. Hubo una mujer creyente que escuchó en su corazón ese grito: Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, que hizo de Jesús abandonado una de las claves de su vida espiritual.

Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
En esa pregunta se pueden reconocer los interrogantes, las ansias y los dramas de todos los tiempos. Ese grito abre un espacio ilimitado, invita al encuentro.
Es el grito del Hombre-Dios que se hizo radicalmente pobre para estar al alcance de todos y hacerse hermano de cualquiera. Con ello abre un diálogo que no excluye a nadie, a partir de lo que es más humano: la experiencia de la limitación, del sufrimiento, del dolor.
Entonces Jesús, dando un gran grito, expiró.
El velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
Al verlo expirar así, el centurión que estaba frente a él, exclamó:
«¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!»
Y aquí llegamos a nuestro centurión. Un hombre acostumbrado al combate. Familiarizado con la muerte. Un hombre que ha matado enemigos con sus manos y ha visto caer muertos a su lado compañeros y amigos. Un hombre que ha visto centenares de crucificados, como aquellos dos mil galileos que hizo crucificar Pilatos. Este es el hombre que ha podido leer en el grito de Jesús y en su forma de morir, la respuesta al misterio de ese hombre de Galilea: “verdaderamente, este era el Hijo de Dios”.

Ese guerrero curtido, abrió sus ojos y su corazón a la fe, para descubrir y proclamar con su grito el amor de Dios manifestado en Jesús crucificado, el Hijo de Dios.

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