jueves, 8 de marzo de 2018

IV Domingo de Cuaresma: ¿Perteneces a este pueblo? (2 Crónicas 36, 14-16. 19-23)



Cada día, más de cien mil vuelos surcan el aire. Por ese medio, o en frágiles embarcaciones, en vehículos de ruedas… o a pie, diariamente millones de personas emprenden viajes por diferentes motivos: trabajo, familia, estudio, negocios, turismo… En el mundo hay 250 millones de migrantes. Muchos buscan mejores oportunidades que las que se presentan en su propia tierra.

A veces hay circunstancias que obligan a marcharse, dejando atrás seres queridos y una manera de vivir que ya no será posible recuperar. Hay más de 22 millones de refugiados. Huyen de la guerra o escapan de un régimen opresor… Los uruguayos conocimos el exilio. Hoy somos nosotros quienes recibimos a miles de venezolanos… cubanos, dominicanos, peruanos, bolivianos… gente que busca nuevas posibilidades de vida o respirar un aire de libertad.

La primera lectura de la Misa de este domingo, tomada del segundo libro de las Crónicas, relata un momento particular en la historia del Pueblo de Dios: el momento de volver desde el exilio.

El Pueblo con el que Dios había hecho alianza había roto sus compromisos. Dios, rico en misericordia (Efesios 2,4), no dejó de enviarles profetas que llamaban al Pueblo a volverse a Dios. Eso no ocurrió; al contrario, la infidelidad se profundizó. Las consecuencias llegaron. Ese Pueblo dividido, destruido por su propio egoísmo, por su propia maldad, fue invadido por el poderoso reino de los caldeos. Jerusalén fue arrasada. El templo destruido.

Los caldeos ejercían su dominio deslocalizando a los pueblos que conquistaban. El Pueblo de Dios fue llevado a Babilonia, la capital caldea. Allí languidecieron, llenos de nostalgia. Ni siquiera eran capaces de cantar, como recuerda el salmo:
¿Cómo podíamos cantar un canto del Señor en tierra extranjera?. 
Y se juraban mantener el recuerdo de la patria perdida:
Si me olvidara de ti, Jerusalén,
que se paralice mi mano derecha.
Que la lengua se me pegue al paladar
si no me acordara de ti.
Pero los años pasaron y los recuerdos comenzaron a borrarse. La esperanza de un pronto regreso se diluyó. Sucedió como en un viejo poema sobre el exilio (Bertolt Brecht):
no te molestes en regar el arbolito del patio:
antes de que llegue a la altura del escalón,
alegre te habrás marchado de aquí.
Sin embargo, en la última estrofa, la misma voz dice:
mira el árbol que ha crecido en el rincón del patio
al que un día llevaste una jarra de agua.
Cuando se ha comenzado una nueva vida, volver significa un doble desgarramiento: el de partir y el de llegar para ver que ya no existe el lugar que habíamos dejado. Ya no es posible volver allí porque ha quedado en el pasado.

Así fue sucediendo con el Pueblo de Dios en Babilonia. Muchos siguieron ahondando su olvido: el olvido de su tierra, el olvido de Dios.

Pero un día, aquel reino llegó a su fin. Los caldeos fueron conquistados por los persas. La política de los nuevos conquistadores trajo un cambio: los pueblos podían volver a los lugares de donde habían sido arrancados.

El rey Ciro decretó que el Pueblo de Dios podía volver a su tierra. Más aún, le ayudaría a reconstruir su templo. Pero el decreto incluía unas palabras aún más sorprendentes:
Si alguno de ustedes pertenece a ese pueblo,
¡que el Señor, su Dios, lo acompañe y que suba...!
 Sorprendente, porque llama a una decisión personal. “Si alguno de ustedes pertenece a ese pueblo”.

Algunos ya no sienten esa pertenencia. Se quedarán en la nueva vida que han construido o a la que se han resignado. Quedarse es asimilarse, perderse entre la gente de diverso origen que habita el país nuevo. Es renunciar a la propia cultura, pero, sobre todo, renunciar a la propia fe. Renunciar a todo aquello que algún día dio sentido a sus vidas.

Volver, en cambio, es reconocerse como miembro de ese Pueblo de Dios. Volver es hacer valer la esperanza, la llama pequeña que nunca se apagó o, en algunos casos, encenderla de nuevo, encontrar la brasa todavía viva bajo las capas de ceniza fría…

Así, muchos miembros de aquel Pueblo volvieron a su tierra y emprendieron la reconstrucción del templo. Volvieron a escuchar la Sagrada Escritura, encontrada entre las ruinas… lloraron con honda emoción. No volvían al pasado. Empezaban de nuevo su vida, desde sus raíces.
Fueron pocos los que volvieron: la Biblia los llama “el pequeño resto”.

Cuando todo parece destruido, perdido, siempre queda algo que revive la esperanza.
Ese resto pequeño producirá nuevas raíces, nuevos frutos, porque a partir de esos pocos es que Dios hará su obra. A través de lo pequeño, lo frágil, lo mínimo, Dios manifiesta su fuerza de salvación.

Todo hombre o mujer que tiene un ideal en su corazón, más aún, quien tiene fe, vive de alguna forma en el exilio: no ha llegado a su Patria. No ha encontrado su querencia.
No es un alienado que niega la realidad en la que vive.
No es un fanático que la rechaza y quiere destruirla.
Simplemente es alguien que cree que el mundo y las personas que lo habitan pueden ser algo mejor y trabaja para ello; pero si es creyente sabe también que en este mundo está de paso, como peregrino, “en busca de una Patria” (Hebreos 11,14), confesándose extraño y forastero sobre la tierra (cf. Hebreos 11,13) aunque sin desentenderse de ella.

Peregrinar hacia la eternidad, hacia la Casa del Padre, hacia nuestra querencia definitiva es nuestra elección. “Si alguno de ustedes pertenece a ese pueblo…” Decisión personal. Respuesta a Dios que me llama a unirme a su Pueblo.

Moisés dijo al Pueblo de Dios:
Hoy has elegido al Señor para que él sea tu Dios y tú vayas por sus caminos…
Y agrega después:
El Señor te ha elegido para que seas su propio pueblo, como te prometió.
(Cf. Deuteronomio 26,16-19)

Terminemos con las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy (Juan 3,16-17)
Sí, tanto amó Dios al mundo,
que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en Él no muera,
sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo
para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por Él.

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