Algunas de las grandes civilizaciones de la historia de la humanidad nacieron junto a un río. El Nilo regó los cultivos de la civilización egipcia. El Tigris y el Éufrates delimitaron la Mesopotamia, donde se sucedieron numerosos pueblos, algunos de los cuales crearon grandes imperios.
En medio de esos dos grandes polos, hubo un pequeño país que supo tener reyes famosos como David y su hijo Salomón. No contaba su territorio con ríos largos ni caudalosos, pero allí corre el Jordán, adonde nos conduce el evangelio de hoy.
Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él.
(Mateo 3,13-17)
Siglos antes de Jesús, su pueblo, el pueblo de Israel, había llegado hasta las orillas del Jordán después de un largo camino a través del desierto. Habían dejado atrás años de esclavitud en Egipto. Al cruzar el Jordán, llegaron a la meta: la Tierra Prometida, el lugar donde vivir en la Ley de Dios y practicar su fe. Allí, el pueblo, convocado por Josué, celebró una asamblea y renovó su alianza con Dios, con una promesa:
«Nosotros serviremos al Señor, nuestro Dios y escucharemos su voz». (Josué 24,24)
El pueblo se mantuvo fiel a esa promesa mientras vivieron Josué y los ancianos que, como él, habían experimentado todo lo que Dios había hecho por su pueblo.
¿Qué sucedió después? Hubo quienes siguieron creyendo, por el testimonio recibido, lo transmitieron a sus hijos y se mantuvieron fieles… otros rompieron la alianza y se apartaron de Dios. Lo mismo siguió dándose generación tras generación. Dios no dejó de enviar a sus mensajeros, los profetas, llamando al pueblo a la conversión, a volver a Él.
Juan el Bautista, ante quien se presenta Jesús para ser bautizado, está en la línea de esos profetas.
El bautismo, es decir, la inmersión en agua, no era un rito extraño para los israelitas; era un gesto de profunda purificación. Más aún, en tiempos cercanos a Jesús, los paganos que querían unirse al pueblo de Israel eran bautizados.
Pero Juan no está proponiendo el bautismo a esos paganos impuros, sino que está llamando a todo el pueblo de Israel. Les está recordando como, un día, pasando a través del Jordán, sus antepasados entraron a esa tierra para servir al Señor y escuchar su voz. Pedir ser bautizado por Juan era la expresión de un deseo de volver de corazón a Dios, rehacer la alianza con él y dejar atrás una vida de pecado. Por eso, cuando Jesús se presenta ante Juan y pide el bautismo, el bautista se desconcierta y le responde:
«Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!» (Mateo 3,13-17)
Juan sabe que en Jesús no hay pecado; más aún, sabe que Jesús es el Mesías, el salvador anunciado. Juan ha venido a preparar al pueblo para recibir a Jesús. Jesús quiere ser bautizado, en solidaridad con todos aquellos que, escuchando el llamado de Juan, han decidido hacer penitencia y purificarse en las aguas del Jordán. Pero el gesto de Jesús irá mucho más allá.
Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos… (Mateo 3,13-17)
La expresión “se abrieron los cielos” es muy significativa. En la Biblia se habla a menudo de “los cielos”, en plural, reflejando una manera de concebir el universo, como varios cielos superpuestos, siendo “lo más alto de los cielos” la morada de Dios.
En tiempos de Jesús, había en el pueblo creyente la sensación de que “los cielos estaban cerrados”, es decir, que Dios ya no se comunicaba con su pueblo. No era la primera vez que el pueblo tenía ese sentimiento. Hacia el final del libro de Isaías encontramos una larga súplica para que Dios se manifieste, pidiendo que se abran los Cielos y que Dios baje a la tierra.
¡Si rasgaras el cielo y descendieras, las montañas se disolverían delante de ti, como el fuego enciende un matorral, como el fuego hace hervir el agua! Así manifestarías tu Nombre a tus adversarios y las naciones temblarían ante ti. (Isaías 63,19 - 64,1)
¿Qué sucede en el bautismo de Jesús, cuando se abren los cielos?
En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección». (Mateo 3,13-17)
Esto es una epifanía, una manifestación de Dios, de Dios Trinidad: la voz del Padre; la presencia del Hijo, Jesús, en el agua; el Espíritu Santo en forma de paloma.
Las palabras del Padre nos evocan otros pasajes bíblicos. El salmo 2 dice:
“tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Salmo 2,7).
Esa es la identidad de Jesús: es el Hijo de Dios. Quien ve al Hijo, ve al Padre. El Padre Dios se hace presente por medio de Jesús, quien no actúa por su cuenta, sino en total sintonía con la voluntad del Padre. Él y el Padre son uno.
Otro texto que encontramos como telón de fondo de estas palabras es el capítulo 22 del libro del Génesis. Es el pasaje donde Dios pide a Abraham que le ofrezca en sacrificio a Isaac, su hijo único. No es exactamente el único hijo de Abraham, pero sí el único que ha tenido con su esposa Sara. Isaac es el heredero de la promesa hecha a Abraham. El pedido de Dios es incomprensible, pero Abraham obedece. Está dispuesto a sacrificar a su hijo único si Dios se lo pide. Pero Dios detiene su mano. Llegará, en cambio, el día en que Dios sacrifique a su único Hijo Jesús por la salvación del mundo.
Finalmente, tenemos el pasaje de Isaías que encontramos en la primera lectura:
Este es mi Servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma.
Yo he puesto mi espíritu sobre él… (Primera Lectura, Isaías 42,1-4.6-7)
Todo esto toma especial importancia después de la muerte y resurrección de Jesús. Cristo crucificado, dice san Pablo, es “escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Corintios 1,23). Las palabras del Padre confirman la misión de Jesús, cuyo cumplimiento pasa por la pasión y la cruz.
Todos los que fuimos bautizados siendo pequeños, así como los padres que hoy piden el bautismo para sus bebés, encontramos en este pasaje del evangelio pistas importantes para entender lo que significa el bautismo cristiano.
El bautismo es nuestra unión con Jesucristo muerto y resucitado. Por esa unión somos hechos hijos del Padre Dios. Las palabras del Padre “Éste es mi hijo…” valen para cada bautizado. Éste es mi hijo, ésta es mi hija. Esto no es simplemente un dato filiatorio, una información sobre nuestro origen: es la verdad y la razón de nuestra vida.
El día siguiente a Navidad, 26 de diciembre, la Iglesia recuerda a San Esteban, primer mártir. Antes de morir, cuando ya comenzaban a arrojarle piedras, pudo exclamar: “veo los cielos abiertos”. Esa es la promesa que Jesús hizo a sus primeros discípulos: «verán el cielo abierto». (Juan 1,51). Ver el cielo abierto es ver la salvación de Dios. Sobre esto mismo, quiero terminar con una cita del papa emérito Benedicto XVI, fallecido el 31 de diciembre:
Este es, queridos hermanos, el misterio del bautismo: Dios ha querido salvarnos yendo él mismo hasta el fondo del abismo de la muerte, con el fin de que todo hombre, incluso el que ha caído tan bajo que ya no ve el cielo, pueda encontrar la mano de Dios a la cual asirse a fin de subir desde las tinieblas y volver a ver la luz para la que ha sido creado. Todos sentimos, todos percibimos interiormente que nuestra existencia es un deseo de vida que invoca una plenitud, una salvación. Esta plenitud de vida se nos da en el bautismo. (homilía, 13 de enero de 2008, fiesta del Bautismo del Señor).
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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