Homilía del Obispo de Melo (Cerro Largo y Treinta y Tres, Uruguay), Mons. Heriberto Bodeant, en la Misa Crismal, 28 de marzo de 2018.
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.» (Lc 4, 18).“Buena noticia”: eso es lo que significa la palabra “Evangelio”. Evangelizar es llevar una buena noticia, la buena noticia de Cristo Resucitado, y eso conlleva la alegría.
“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”nos recuerda Francisco en su exhortación Evangelii Gaudium, “la alegría del Evangelio” (EG 1). ¿Cómo no alegrarnos con una buena noticia? No es necesaria la euforia ni el estruendo… muchas veces la alegría es serena, pacífica, luminosa.
Evangelii Gaudium vuelve varias veces sobre Evangelii Nuntiandi, “el anuncio del Evangelio”, la gran exhortación del beato papa Pablo VI. De ella recoge Francisco este párrafo en que nos invita a recobrar y acrecentar el fervor,
«la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo» (EN 80).“La Iglesia existe para evangelizar”, decía Pablo VI en esa misma exhortación. Evangelizar es llevar el anuncio de la buena noticia de Jesús. Cuando nos proponemos cualquier actividad en la Iglesia, desde una peregrinación a una cartelera, desde una preparación a la confirmación a unas charlas de novios, desde el encuentro de una comunidad eclesial de base a una ultreya del Cursillo de Cristiandad, tenemos que preguntarnos cómo hacer para que esa actividad sea realmente evangelizadora, portadora de la “alegría del Evangelio”.
Recordemos también las palabras del hoy Papa emérito, Benedicto XVI: “la Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción”. No se trata de “atraer” a la gente ofreciéndoles algo que no sea Jesucristo, sino presentar el mensaje de Jesucristo de modo que sea realmente atrayente, porque lo sentimos atrayente para nosotros mismos, lo sentimos buena noticia y motivo de alegría para nosotros mismos ¿cómo podríamos, si no, hacer que fuera alegre y atrayente para otros?
Ahora bien ¿cómo podemos conjugar esta alegría con el sufrimiento que encontramos en nuestra vida, cuando nos toca sembrar entre lágrimas? Algunas personas tienen ese don y nos sorprenden con su testimonio de entereza ante grandes sufrimientos por los que han pasado o pasan en su vida. Esas personas pueden hacer suyas las palabras de san Pablo:
“¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios del consuelo! Él nos alienta en nuestras luchas hasta el punto de poder nosotros mismos alentar a los demás en cualquier lucha, repartiendo con ellos el ánimo que nosotros recibimos de Dios.” (2 Co 1,3-4).Me gusta esa expresión… “repartiendo el ánimo que recibimos de Dios”. Jesús nos dice “den y se les dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante” (Lc 6,38) o sea, algo que podemos seguir repartiendo.
Pero si no hemos recibido ese don, si ese ánimo no aparece tan fácilmente en nuestra vida… ¿dónde encontramos la clave de la alegría?
El pasado domingo de Ramos escuchamos el relato de la pasión según san Marcos. Nos llegó con fuerza el grito de Jesús: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. El amor de Jesús llegó hasta el punto de experimentar por nosotros el más profundo de los abandonos. Desde allí él nos llama a salir de nuestro propio dolor para contemplar el suyo, dolor que viene de su entrega de amor.
Como todos los seres humanos, los cristianos encontramos en la vida cotidiana dolores, problemas, contrastes, infortunios… Como todos, cada uno de nosotros es tentado a centrarse en su propio dolor, a revolver su herida… pero como miembros de Cristo estamos llamados, como enseña San Pablo, como lo vivieron muchos santos, a completar en nuestra carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24), participando de la obra redentora de Cristo.
Así, recibiendo el dolor bajo esta luz, amando a Jesús abandonado en cada persona sufriente y abandonada que encontramos -o en nosotros mismos, que somos pecadores- encontramos una alegría profunda. No una alegría superficial, que viene de fuera, sino una alegría honda que nace desde dentro. En Jesús abandonado, paradójicamente- encontramos la llave de la alegría. En Él está el punto de encuentro entre la miseria humana y la redención. Encontramos la gloria, la luz, la resurrección, ya, en esta vida, como anticipo de lo que encontraremos en la Casa del Padre. Esta es la buena noticia, continuamente nueva, motivo estimulante, pero no ingenuo, de la alegría cristiana.
El santo crisma que va a ser consagrado para ser utilizado como materia del sacramento de la Confirmación y también en el Bautismo y en la ordenación sacerdotal; el óleo de los catecúmenos; el óleo para la unción de los enfermos: estos tres aceites, de distinta forma y en diferentes momentos, ungirán, hasta la próxima Misa Crismal, a muchos de nuestros diocesanos.
Tres aceites diferentes, pero de todos ellos y del efecto que producen en nosotros, se puede decir lo que reza el salmo:
“tu Dios te ha ungido con óleo de alegría” (Sal 45,8).Que esa alegría toque profundamente a nuestro clero, al renovar las promesas de la ordenación presbiteral o diaconal y, con ellas, nuestro compromiso de llevar a todos la Buena Noticia de la salvación.
Que esa alegría toque a todos los bautizados, que hemos sido ungidos por el Señor para llevar a nuestros hermanos y hermanas la alegría del evangelio.
Que esa alegría, profunda, serena, toque a todos nuestros hermanos enfermos y sufrientes, para que ellos también puedan alentarnos a todos en nuestras luchas, repartiendo el ánimo que reciben de Dios. Así sea.
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