viernes, 24 de octubre de 2025

Respetado fariseo, despreciado publicano (Lucas 18,9-14). Domingo 30° durante el año.

Amigas y amigos, un saludo desde Roma, donde he venido para participar del Jubileo de los Equipos Sinodales. El miércoles pasado tuve la oportunidad de participar en la audiencia general y de saludar al papa León XIV. 

Una vez más uno siente que allí está quien continúa la misión que Jesús le dio a Pedro: confirma a tus hermanos y uno se siente confirmado en la fe y a la vez envuelto en la catolicidad, es decir en la universalidad -porque eso es lo que significa lo católico- la universalidad de toda la Iglesia, con gente “de toda raza, lengua, pueblo y nación”.

Le transmití al Santo Padre el cariño de los católicos uruguayos, en especial de mis diocesanos de Canelones y le manifesté nuestro deseo de recibirlo el año próximo en Uruguay, lo que esperamos no tarde en confirmarse. 

Este domingo 26, Dios mediante, estaré participando en la Plaza de San Pedro en la Misa presidida por el Santo Padre. En horario de Uruguay, para quienes quieran verla en directo, será a las cinco de la mañana (las diez de Roma) cinco de la mañana de Uruguay.

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Vayamos ahora al evangelio, donde Jesús nos ofrece una enseñanza sobre la oración.

A veces pienso que cuando hemos leído muchas veces el mismo pasaje del Evangelio, no nos damos del todo cuenta de la novedad que hay en el mensaje de Jesús. Puede ser que nos hayamos acostumbrado al lenguaje del Evangelio y todo parezca previsible… Tal vez necesitamos recuperar un poco -o a lo mejor mucho- de “inocencia” para escuchar las palabras de Jesús… ponernos en la piel de sus vecinos, de los hombres y mujeres de su tiempo, que escuchaban por primera vez y del propio Jesús lo que nosotros hemos ya leído y oído repetidamente.

El evangelista Lucas adelanta con una línea la intención del relato que va a entregarnos Jesús. Escribe Lucas:

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola (Lucas 18,9)

Aunque leyéramos por primera vez este pasaje del Evangelio, esas palabras de Lucas nos orientan y preparan para recibir su contenido. Buscando, como decíamos, recuperar inocencia, pensemos que nadie dijo nada de eso cuando Jesús comenzó diciendo:

Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. (Lucas 18,10)

¿Cómo se ubican los oyentes de Jesús ante estos dos personajes?

Son dos polos opuestos. El fariseo: un ejemplo de religiosidad. El publicano: un ejemplo de pecador.

El movimiento de los fariseos surgió hacia el año 150 antes de Cristo, en una época de cambios culturales que estaban apartando al pueblo de las creencias y prácticas religiosas que habían mantenido siempre como válidas.

En tiempos de Jesús, los fariseos formaban comunidades a las que solo se entraba cumpliendo severas exigencias. Fariseo, significa “separado” y ese nombre expresaba su separación de la gran masa de los paganos, pero también de los israelitas que habían abandonado las prácticas religiosas. Los fariseos se consideraban el verdadero Israel, pero no se retiraron del contacto con la gente, como hizo el movimiento de los esenios,  sino que vivían entre el resto de la gente, visibles para todos, como nos lo muestra sus muchos encuentros con Jesús.

El movimiento fariseo tenía sus referentes en los escribas, que en su mayoría hacían parte del movimiento. Junto a la Ley dada por Moisés, los escribas fariseos daban valor a una tradición oral que ellos guardaban y transmitían celosamente.

Muchas veces aparecen en las discusiones de Jesús con los fariseos el tema de la pureza. Los escribas fariseos enseñaban que todo el pueblo debía mantener un estado de pureza ritual, realizando en la vida cotidiana los mismos actos de purificación que hacían los sacerdotes antes de oficiar en el templo.

También estaba en su tradición la extensión del diezmo, es decir, la contribución al templo, a todo producto o ganancia que se obtuviera.

Hoy para nosotros la palabra “fariseo” suena como un insulto. No era así en tiempos de Jesús. Los fariseos, y especialmente los escribas que hacían parte de esa comunidad eran muy apreciados y se les trataba con respeto y reverencia.

El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas». (Lucas 18,11-12)

Del otro lado, tenemos al publicano. Era un cobrador de impuestos, un oficio que no ha sido popular en ninguna sociedad. Los escribas tenían listas de calificación para los distintos oficios. La actividad de los publicanos era considerada despreciable, por ser permanente ocasión de pecado, ganando dinero con usura y manteniendo contacto con personas impuras, faltando continuamente a las normas de pureza.

Los escribas enseñaban que ningún buen padre debería buscar para sus hijos ese oficio. Los sentimientos de la gente hacia los publicanos iban más allá del desprecio: los publicanos eran aborrecidos por el pueblo y se les tildaba directamente de pecadores. Despreciables y aborrecidos pecadores. Podemos imaginarnos lo que pensaría la gente cuando Jesús llamó como discípulo a Mateo, el publicano. Tenemos que imaginarnos también qué cosas quedarían dando vueltas en la cabeza de los demás discípulos…

En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!» (Lucas 18,13)

Así tenemos a estos dos personajes totalmente opuestos: el respetado fariseo y el despreciado publicano. Cada uno de ellos hace su oración en el templo.

Lo previsible, lo esperable, para los escuchas de Jesús, era que la oración del buen fariseo fuera escuchada, pero no la del pecador publicano. Sin embargo, dice Jesús:

«Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado» (Lucas 18,14)

¿Qué es lo que ha cambiado el resultado previsible?

El fariseo no se confronta con Dios ni consigo mismo, sino con los demás: “no soy como los demás hombres ni tampoco como ese publicano”… En esa confrontación, él se siente justificado. Le presenta a Dios una factura, una relación de sus obras: el ayuno frecuente, el diezmo de todo. Dios tendrá que recompensarlo por esto.

El publicano, en cambio, se confronta con Dios y consigo mismo. Él se reconoce pecador e invoca a Dios en su misericordia y bondad. No tiene ninguna factura que presentar: al contrario, pide a Dios su factura para pagarla.

La oración del fariseo es extensa, pero se vuelve vacía de Dios y llena de sí mismo.

La oración del publicano, breve pero intensa, expresa el reconocimiento de su culpa y su necesidad de sanación, que invoca en total sumisión al Dios de la misericordia.

“La súplica del humilde atraviesa las nubes” (Eclesiástico 35,17) 

dice la primera lectura. El relato de Jesús nos recuerda que Dios no escucha la oración del soberbio, sino la que brota del corazón humilde, del que se reconoce pequeño y necesitado de salvación, de misericordia. Si acaso hemos podido hacer algo bueno, damos gracias al Padre porque todo viene de Él y solo con su gracia podemos llevar adelante la misión que nos ha encomendado.

En esta semana.

  • Martes 28, San Simón y San Judas Tadeo, apóstoles.
  • Sábado 1, solemnidad de todos los santos.
  • Ese día se celebra en la parroquia Sagrada Familia de Sauce la Jornada de la PAC, Pastoral de Adolescentes Canaria, que tiene como tema “vistos y escuchados”.
  • Domingo 2, conmemoración de todos los fieles difuntos.
  • Recordamos también que en ese día, en 1999, falleció Mons. Orestes Nuti, primer obispo de Canelones.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.


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