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jueves, 4 de abril de 2024

“¡La paz esté con ustedes!” (Juan 20,19-31). 2do. Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia.

Amigas y amigos: ¡muy feliz Pascua de Resurrección!

Este domingo concluye la octava de Pascua, es decir, los ocho días en los que celebramos, como si fuera el único y mismo día, la resurrección de Jesús.

El evangelio de hoy, de hecho, comienza contándonos lo que sucedió al atardecer del mismo día de la resurrección, para seguir el relato ocho días después.

Pero antes de entrar en la Palabra de Dios, recordemos que este domingo tiene además otros nombres.

Un nombre antiguo, que remonta a los primeros tiempos cristianos: domingo in albis, que podríamos traducir como “domingo de blanco”. Con vestidura blanca llegaban todos los que habían sido bautizados el domingo anterior, en la vigilia pascual. Allí habían recibido esa prenda, signo de la vida nueva que empezaba para ellos en el bautismo. Ahora volvían a ponérsela para participar en la eucaristía. Era como esa celebración de una “segunda comunión”, que se hacía hace tiempo y tal vez se haga todavía en algunas parroquias, donde los niños que habían recibido por primera vez a Jesús, volvían a la Misa, vestidos en la misma forma que la primera, para comulgar una segunda vez.

La túnica blanca de los recién bautizados era un signo que luego ya no volverían a usar en la Misa; pero eran conscientes de que su misión de bautizados era llevar al mundo, a su vida cotidiana, la luz y la vida nueva que habían recibido de Cristo.

San Juan Pablo II dio otro título a este día: Domingo de la Misericordia, en relación con la misión que Jesús confía a sus discípulos.

El pasaje del evangelio que escuchamos hoy, comienza así:

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. (Juan 20, 19-31)

El primer día de la semana es el siguiente al séptimo día, el sábado. Ese primer día se transformó en nuestro Domingo, el “Día del Señor”, por ser el día de su resurrección y día del encuentro de la comunidad con Jesús resucitado. Es verdad que en nuestras Iglesias, en la medida de lo posible, se celebra Misa diariamente; pero el primer día de la semana tenemos “nuestra Pascua dominical”, como titulaba acertadamente un viejo libro de cantos. Cada domingo, cada día del Señor, es como un repique, un eco, del Domingo de Pascua.

Los discípulos estaban a puerta cerrada, “por temor a los judíos”. “Judíos”, en el evangelio de Juan, se refiere a las autoridades que pidieron la muerte de Jesús.

En esos discípulos, encerrados y atemorizados, puede verse reflejada cualquier comunidad cristiana que se sienta amenazada por el mundo, por aquellos que rechazan a Jesús. Una comunidad que tiene miedo a las consecuencias de anunciar el Evangelio, que se cierra sobre sus seguridades y que tiene dificultades, no solo para salir a realizar su misión, sino aún para recibir a quienes se acerquen.

En medio de esa comunidad aparece Jesús. El Señor saluda ofreciéndoles la paz. La Paz que entrega Jesús no es la tranquilidad que da el aislamiento. Es la seguridad, la certeza de la presencia de Dios, acompañando la misión de los discípulos, la misión a la que Él los envía.

Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.» (Juan 20, 19-31)

En el comienzo de este evangelio, Juan el Bautista presentó a Jesús como “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Liberar al hombre de la esclavitud del pecado está en el centro de la misión de Jesús. Al entregar a sus discípulos la facultad de perdonar los pecados, Jesús está dando un cauce a la misericordia del Padre en el ministerio de la Iglesia. Por eso san Juan Pablo II dio a este día el título de “Domingo de la Misericordia”.

Ocho días después, reaparece el discípulo ausente:

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!»
Él les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré.»  (Juan 20, 19-31)

Una de las características del evangelio de Juan es personalizar algunas experiencias. Mateo, Marcos y Lucas nos hacen ver que otros discípulos también dudaron; así, por ejemplo, en Mateo, ante Jesús resucitado:

Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado.
Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron. (Mateo 28,16-17)

Tomás representa dramáticamente esa duda, con su pedido, no solo de ver a Jesús, sino también de tocar sus cicatrices. Y es así como llegamos a este segundo domingo de Pascua:

Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.»
Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20, 19-31).

“Señor mío y Dios mío”. Es la primera vez, en el evangelio de Juan, que alguien habla a Jesús reconociéndolo como Dios. Es la más alta profesión de fe. Es la culminación del camino de fe de los discípulos: reconocer la divinidad de Cristo. La historia de Tomás nos invita a no perder la esperanza de que lleguen a la fe quienes se resisten a creer.

El episodio de la duda se cierra con una frase para todos los cristianos que vendrían después, incluyéndonos a nosotros:

Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!»  (Juan 20, 19-31)

Nuestra fe se sigue alimentando con nuestro encuentro dominical con Jesús. Todo en este pasaje del evangelio nos invita y nos anima a participar en la Misa cada domingo. Allí encontramos a Jesús, presente en su Palabra de Vida y el Pan de Vida.

A pesar de lo que han representado muchos artistas, Tomás no necesitó poner el dedo en las marcas de los clavos ni la mano en el costado de Jesús. Le bastó escuchar la voz del resucitado, estando reunido con la comunidad. La posibilidad de vivir ese encuentro sigue ofreciéndose a nosotros cada ocho días. No dejemos de participar en la Eucaristía dominical y, en este año vocacional, no dejemos de rezar para que siga habiendo sacerdotes que hagan posible que, cada domingo, podamos escuchar y recibir a Jesús.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

jueves, 28 de marzo de 2024

“¡El Señor ha Resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! ¡Aleluya!”. I Domingo de Pascua.

La Pascua de Cristo, su paso de la muerte a la vida, es la gran fiesta cristiana. Es el centro de nuestra fe. Ya lo decía san Pablo:

“… si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes.
(…) Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima.
Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. (1 Corintios 14,14.19-20)

La celebración del Domingo de Pascua comienza en la noche del sábado, con la vigilia pascual. Ésta es una extensa celebración, en la que destacan especialmente dos signos: la luz y el agua. Se inicia con la bendición del fuego con el que se enciende el cirio pascual, que representa la luz de Cristo resucitado. Esa luz se extiende a todos los fieles, que van encendiendo sus velas a partir de la llama del cirio.

En su momento se bendice el agua en la fuente bautismal. Todo, en la vigilia pascual, prepara a la celebración de la iniciación cristiana completa (bautismo, confirmación, comunión) o al menos del bautismo de uno o varios catecúmenos. Pero aunque esto no fuera posible, toda la comunidad renueva en esa noche sus promesas bautismales.

Un lugar especialmente importante lo tiene la Palabra de Dios. Siete lecturas del Antiguo Testamento y dos del Nuevo. Los pasajes seleccionados en la Liturgia nos hacen recorrer la historia de la salvación, desde la creación del mundo, pasando por la elección del Pueblo de Israel, con la figura de Abraham, su liberación bajo la guía de Moisés y el anuncio de los profetas acerca del Mesías que habría de venir, hasta llegar a la Resurrección de Cristo. 

Ese itinerario no tiene como principal objetivo el recuerdo de esos acontecimientos, sino, sobre todo, mostrarnos el sentido profundo de la historia de la humanidad, historia que Dios conduce y por eso se hace Historia de la Salvación.

El relato de la Creación nos prepara para comprender que en Cristo, resucitado el primer día de la semana, se inicia una nueva Creación. En la primera lectura, del libro del Génesis, se escucha la primera palabra de Dios que aparece en la Sagrada Escritura: 

Entonces Dios dijo: «Que exista la luz». Y la luz existió. (Génesis 1,3)

“Que exista la luz”. Antes de crear el sol, la luna y las estrellas, fuentes de luz, Dios crea la luz. La luz se contrapone a las tinieblas, a la ausencia de luz. La luz es el resplandor de la gloria de Dios. Es el bien. Es la verdad. Es la belleza.

En la resurrección de Cristo, Dios da una nueva existencia a la luz. Con la muerte del Hijo, las tinieblas envolvieron el mundo. Con su Resurrección, brilla de nuevo la luz, una luz nueva, la de aquel que se manifestó como “luz del mundo”.

En el bautismo, el signo esencial es el del agua. Pero el bautizado recibe también la luz de Cristo, en su vela encendida en el Cirio Pascual, que, como hemos dicho, representa a Cristo Resucitado. Ese gesto une esa celebración del bautismo, no importa en qué momento del año se realice, con la celebración de la Vigilia Pascual.

El cirio no deja de ser un signo humilde. Aunque es grande, está hecho de un material frágil. Su luz no es enormemente potente. Pero esa luz la genera consumiéndose a sí mismo. En esto también se hace presente el misterio pascual: Cristo que, entregándose a sí mismo en la cruz, da mucha luz en su Resurrección.

La luz que genera el cirio está acompañada de calor, porque viene del fuego. Fuego que destruye el mal y forja el mundo. Transforma el mundo y nos transforma a nosotros, por medio del calor y la bondad de Dios.

En el himno llamado Exsultet, que hace referencia al cirio pascual, se nos recuerda que su materia, la cera, es obra de las abejas. De esa forma, la creación participa en la generación de la luz. A la vez, el trabajo de la colmena representa también la labor de la comunidad de fieles, llamada a hacerse luz y ofrecer esa luz al mundo.

Unidos a Cristo por medio del bautismo, los cristianos podemos llegar a ser con nuestra vida luz para el mundo, luz para los demás. Comprendemos así las palabras de Jesús:

Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa.
Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo. (Mateo 5,14-16)

Este hacernos luz para los demás no se da en un instante. El bautismo es el comienzo de un camino que abarca nuestra vida entera, para ir revistiéndonos de la luz de Cristo y poder así entrar un día a la presencia de Dios y permanecer eternamente con Él.

Hemos dicho que en la Vigilia Pascual, los cristianos renovamos nuestras promesas bautismales.

Éstas tienen dos momentos: las renuncias y la profesión de fe.

Renunciamos a Satanás, a todas sus obras y a todas sus seducciones y profesamos nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y en la Iglesia.

Recibiendo la aspersión del agua bendita, recordamos que fuimos rescatados de la muerte eterna para entrar en la vida del resucitado y volvemos a encender en nuestro corazón la luz de la fe.

Sí, creemos en Dios creador y, por tanto, nos reconocemos como sus criaturas, seres creados por su amor, llamados a compartir su felicidad para siempre. Creemos que en Dios nuestra vida encuentra su razón y su sentido.

Creemos en Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, hecho uno de nosotros, que se humilló hasta sufrir la muerte de cruz, pero que, resucitado, nos une en su rebaño y nos guía como Buen Pastor hacia nuestra meta.

Creemos en el Espíritu Santo, que nos recuerda y nos ayuda a comprender las palabras de Jesús en el Evangelio.

Creemos en la Iglesia, cuerpo de Cristo, misterio de comunión, Pueblo de Dios que peregrina hacia la resurrección y la vida eterna.

Amigas y amigos, que en esta Pascua la luz de Cristo resucitado no pase en vano por nuestra vida. Que esta Semana Santa que estamos concluyendo sea verdadero tiempo de crecimiento en nuestra vida cristiana. Que en nuestra vida se transparente la luz del resucitado, haciéndonos hombres y mujeres de luz.

Y que la bendición de Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes y permanezca siempre. Amén.