Amigas y amigos: ¡muy feliz Pascua de Resurrección!
Este domingo concluye la octava de Pascua, es decir, los ocho días en los que celebramos, como si fuera el único y mismo día, la resurrección de Jesús.
El evangelio de hoy, de hecho, comienza contándonos lo que sucedió al atardecer del mismo día de la resurrección, para seguir el relato ocho días después.
Pero antes de entrar en la Palabra de Dios, recordemos que este domingo tiene además otros nombres.
Un nombre antiguo, que remonta a los primeros tiempos cristianos: domingo in albis, que podríamos traducir como “domingo de blanco”. Con vestidura blanca llegaban todos los que habían sido bautizados el domingo anterior, en la vigilia pascual. Allí habían recibido esa prenda, signo de la vida nueva que empezaba para ellos en el bautismo. Ahora volvían a ponérsela para participar en la eucaristía. Era como esa celebración de una “segunda comunión”, que se hacía hace tiempo y tal vez se haga todavía en algunas parroquias, donde los niños que habían recibido por primera vez a Jesús, volvían a la Misa, vestidos en la misma forma que la primera, para comulgar una segunda vez.
La túnica blanca de los recién bautizados era un signo que luego ya no volverían a usar en la Misa; pero eran conscientes de que su misión de bautizados era llevar al mundo, a su vida cotidiana, la luz y la vida nueva que habían recibido de Cristo.
San Juan Pablo II dio otro título a este día: Domingo de la Misericordia, en relación con la misión que Jesús confía a sus discípulos.
El pasaje del evangelio que escuchamos hoy, comienza así:
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. (Juan 20, 19-31)
El primer día de la semana es el siguiente al séptimo día, el sábado. Ese primer día se transformó en nuestro Domingo, el “Día del Señor”, por ser el día de su resurrección y día del encuentro de la comunidad con Jesús resucitado. Es verdad que en nuestras Iglesias, en la medida de lo posible, se celebra Misa diariamente; pero el primer día de la semana tenemos “nuestra Pascua dominical”, como titulaba acertadamente un viejo libro de cantos. Cada domingo, cada día del Señor, es como un repique, un eco, del Domingo de Pascua.
Los discípulos estaban a puerta cerrada, “por temor a los judíos”. “Judíos”, en el evangelio de Juan, se refiere a las autoridades que pidieron la muerte de Jesús.
En esos discípulos, encerrados y atemorizados, puede verse reflejada cualquier comunidad cristiana que se sienta amenazada por el mundo, por aquellos que rechazan a Jesús. Una comunidad que tiene miedo a las consecuencias de anunciar el Evangelio, que se cierra sobre sus seguridades y que tiene dificultades, no solo para salir a realizar su misión, sino aún para recibir a quienes se acerquen.
En medio de esa comunidad aparece Jesús. El Señor saluda ofreciéndoles la paz. La Paz que entrega Jesús no es la tranquilidad que da el aislamiento. Es la seguridad, la certeza de la presencia de Dios, acompañando la misión de los discípulos, la misión a la que Él los envía.
Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.» (Juan 20, 19-31)
En el comienzo de este evangelio, Juan el Bautista presentó a Jesús como “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Liberar al hombre de la esclavitud del pecado está en el centro de la misión de Jesús. Al entregar a sus discípulos la facultad de perdonar los pecados, Jesús está dando un cauce a la misericordia del Padre en el ministerio de la Iglesia. Por eso san Juan Pablo II dio a este día el título de “Domingo de la Misericordia”.
Ocho días después, reaparece el discípulo ausente:
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!»
Él les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré.» (Juan 20, 19-31)
Una de las características del evangelio de Juan es personalizar algunas experiencias. Mateo, Marcos y Lucas nos hacen ver que otros discípulos también dudaron; así, por ejemplo, en Mateo, ante Jesús resucitado:
Los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado.
Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron. (Mateo 28,16-17)
Tomás representa dramáticamente esa duda, con su pedido, no solo de ver a Jesús, sino también de tocar sus cicatrices. Y es así como llegamos a este segundo domingo de Pascua:
Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»
Luego dijo a Tomás: «Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.»
Tomás respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20, 19-31).
“Señor mío y Dios mío”. Es la primera vez, en el evangelio de Juan, que alguien habla a Jesús reconociéndolo como Dios. Es la más alta profesión de fe. Es la culminación del camino de fe de los discípulos: reconocer la divinidad de Cristo. La historia de Tomás nos invita a no perder la esperanza de que lleguen a la fe quienes se resisten a creer.
El episodio de la duda se cierra con una frase para todos los cristianos que vendrían después, incluyéndonos a nosotros:
Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» (Juan 20, 19-31)
Nuestra fe se sigue alimentando con nuestro encuentro dominical con Jesús. Todo en este pasaje del evangelio nos invita y nos anima a participar en la Misa cada domingo. Allí encontramos a Jesús, presente en su Palabra de Vida y el Pan de Vida.
A pesar de lo que han representado muchos artistas, Tomás no necesitó poner el dedo en las marcas de los clavos ni la mano en el costado de Jesús. Le bastó escuchar la voz del resucitado, estando reunido con la comunidad. La posibilidad de vivir ese encuentro sigue ofreciéndose a nosotros cada ocho días. No dejemos de participar en la Eucaristía dominical y, en este año vocacional, no dejemos de rezar para que siga habiendo sacerdotes que hagan posible que, cada domingo, podamos escuchar y recibir a Jesús.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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