La Pascua de Cristo, su paso de la muerte a la vida, es la gran fiesta cristiana. Es el centro de nuestra fe. Ya lo decía san Pablo:
“… si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes.
(…) Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solamente para esta vida, seríamos los hombres más dignos de lástima.
Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. (1 Corintios 14,14.19-20)
La celebración del Domingo de Pascua comienza en la noche del sábado, con la vigilia pascual. Ésta es una extensa celebración, en la que destacan especialmente dos signos: la luz y el agua. Se inicia con la bendición del fuego con el que se enciende el cirio pascual, que representa la luz de Cristo resucitado. Esa luz se extiende a todos los fieles, que van encendiendo sus velas a partir de la llama del cirio.
En su momento se bendice el agua en la fuente bautismal. Todo, en la vigilia pascual, prepara a la celebración de la iniciación cristiana completa (bautismo, confirmación, comunión) o al menos del bautismo de uno o varios catecúmenos. Pero aunque esto no fuera posible, toda la comunidad renueva en esa noche sus promesas bautismales.
Un lugar especialmente importante lo tiene la Palabra de Dios. Siete lecturas del Antiguo Testamento y dos del Nuevo. Los pasajes seleccionados en la Liturgia nos hacen recorrer la historia de la salvación, desde la creación del mundo, pasando por la elección del Pueblo de Israel, con la figura de Abraham, su liberación bajo la guía de Moisés y el anuncio de los profetas acerca del Mesías que habría de venir, hasta llegar a la Resurrección de Cristo.
Ese itinerario no tiene como principal objetivo el recuerdo de esos acontecimientos, sino, sobre todo, mostrarnos el sentido profundo de la historia de la humanidad, historia que Dios conduce y por eso se hace Historia de la Salvación.
El relato de la Creación nos prepara para comprender que en Cristo, resucitado el primer día de la semana, se inicia una nueva Creación. En la primera lectura, del libro del Génesis, se escucha la primera palabra de Dios que aparece en la Sagrada Escritura:
Entonces Dios dijo: «Que exista la luz». Y la luz existió. (Génesis 1,3)
“Que exista la luz”. Antes de crear el sol, la luna y las estrellas, fuentes de luz, Dios crea la luz. La luz se contrapone a las tinieblas, a la ausencia de luz. La luz es el resplandor de la gloria de Dios. Es el bien. Es la verdad. Es la belleza.
En la resurrección de Cristo, Dios da una nueva existencia a la luz. Con la muerte del Hijo, las tinieblas envolvieron el mundo. Con su Resurrección, brilla de nuevo la luz, una luz nueva, la de aquel que se manifestó como “luz del mundo”.
En el bautismo, el signo esencial es el del agua. Pero el bautizado recibe también la luz de Cristo, en su vela encendida en el Cirio Pascual, que, como hemos dicho, representa a Cristo Resucitado. Ese gesto une esa celebración del bautismo, no importa en qué momento del año se realice, con la celebración de la Vigilia Pascual.
El cirio no deja de ser un signo humilde. Aunque es grande, está hecho de un material frágil. Su luz no es enormemente potente. Pero esa luz la genera consumiéndose a sí mismo. En esto también se hace presente el misterio pascual: Cristo que, entregándose a sí mismo en la cruz, da mucha luz en su Resurrección.
La luz que genera el cirio está acompañada de calor, porque viene del fuego. Fuego que destruye el mal y forja el mundo. Transforma el mundo y nos transforma a nosotros, por medio del calor y la bondad de Dios.
En el himno llamado Exsultet, que hace referencia al cirio pascual, se nos recuerda que su materia, la cera, es obra de las abejas. De esa forma, la creación participa en la generación de la luz. A la vez, el trabajo de la colmena representa también la labor de la comunidad de fieles, llamada a hacerse luz y ofrecer esa luz al mundo.
Unidos a Cristo por medio del bautismo, los cristianos podemos llegar a ser con nuestra vida luz para el mundo, luz para los demás. Comprendemos así las palabras de Jesús:
Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa.
Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo. (Mateo 5,14-16)
Este hacernos luz para los demás no se da en un instante. El bautismo es el comienzo de un camino que abarca nuestra vida entera, para ir revistiéndonos de la luz de Cristo y poder así entrar un día a la presencia de Dios y permanecer eternamente con Él.
Hemos dicho que en la Vigilia Pascual, los cristianos renovamos nuestras promesas bautismales.
Éstas tienen dos momentos: las renuncias y la profesión de fe.
Renunciamos a Satanás, a todas sus obras y a todas sus seducciones y profesamos nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y en la Iglesia.
Recibiendo la aspersión del agua bendita, recordamos que fuimos rescatados de la muerte eterna para entrar en la vida del resucitado y volvemos a encender en nuestro corazón la luz de la fe.
Sí, creemos en Dios creador y, por tanto, nos reconocemos como sus criaturas, seres creados por su amor, llamados a compartir su felicidad para siempre. Creemos que en Dios nuestra vida encuentra su razón y su sentido.
Creemos en Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, hecho uno de nosotros, que se humilló hasta sufrir la muerte de cruz, pero que, resucitado, nos une en su rebaño y nos guía como Buen Pastor hacia nuestra meta.
Creemos en el Espíritu Santo, que nos recuerda y nos ayuda a comprender las palabras de Jesús en el Evangelio.
Creemos en la Iglesia, cuerpo de Cristo, misterio de comunión, Pueblo de Dios que peregrina hacia la resurrección y la vida eterna.
Amigas y amigos, que en esta Pascua la luz de Cristo resucitado no pase en vano por nuestra vida. Que esta Semana Santa que estamos concluyendo sea verdadero tiempo de crecimiento en nuestra vida cristiana. Que en nuestra vida se transparente la luz del resucitado, haciéndonos hombres y mujeres de luz.
Y que la bendición de Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre ustedes y permanezca siempre. Amén.
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