lunes, 8 de marzo de 2010

Recuerdo de Mons. Carlos Parteli

Mons. Parteli en 1984 (Foto gentileza de Betel)
Hoy se cumplen cien años del nacimiento de Mons. Carlos Parteli, quien fuera Obispo de Tacuarembó (1960-1966) y luego Administrador apostólico y Arzobispo de Montevideo (1966-1985). El año pasado, con motivo de los diez años de su fallecimiento, publicamos AQUÍ el homenaje que se le realizó en el Parlamento. Mons. Bodeant comparte ahora algunos recuerdos personales.

Tengo presente la primera y la última vez que vi de cerca a Mons. Parteli. Hubo otras ocasiones, por cierto memorables e incluso más significativas en que lo vi, incluso antes, pero de lejos; sin embargo, esa primera y última vez me dicen algo que quiero rescatar y compartir.

A fines de los años 70 yo integraba, como delegado de la diócesis de Salto, el Equipo Nacional de Pastoral Juvenil. En una reunión en Montevideo, en Casa Nazaret, recibimos la visita del Arzobispo.
Llegó en momentos en que estábamos escuchando la puesta en común de algún trabajo, sin interrumpir más que brevemente con un saludo que indicaba que quería escuchar. Se sentó y lo hizo. Recuerdo la manera de recibirlo de nuestros asesores, mostrándole respeto y aprecio, visiblemente gratificados por la visita. Uno no deja de captar esos detalles, que permiten darse cuenta de que la persona que llegaba era significativa, más allá de la sencillez con que lo hacía. Mons. Parteli escuchó un rato, luego hizo alguna pregunta, y finalmente nos dejó un breve mensaje, sobre todo alentándonos a vivir nuestro compromiso como laicos en el mundo, como jóvenes evangelizadores de otros jóvenes, citándonos textos del Concilio Vaticano II.

El mismo año en que falleció, 1999, en preparación al Jubileo del año 2000, se realizaban unas jornadas teológicas sobre la Eucaristía. Y allí estaba Don Carlos, con su ponchito, escuchando con interés, denotando lucidez. Otra vez fui testigo del cariño y del aprecio por esa presencia.
Estar, acompañar, aprender, escuchar... esas actitudes hacen que la palabra y las decisiones tengan otro peso, otra autoridad, a la hora de hablar, orientar y dirigir. Son lecciones que uno ha recibido, y que no viene mal recordar, "repasar", cuando se ha sido llamado, como él, a pastorear una porción del Pueblo de Dios.

Como decía, aquella fue la primera vez que vi de cerca a Mons. Parteli.
Ya antes lo habia visto en ocasión de la Peregrinación Diocesana de Salto, en 1975, con motivo del Año Santo. En aquellos años el obispo diocesano de Salto, Mons. Marcelo Mendiharat, se encontraba en el exilio, a causa de las circunstancias políticas de la época. Fue él quien pidió a Mons. Parteli, como Arzobispo Metropolitano, que presidiera la peregrinación diocesana. Todavía guardo el número del quincenario INFORMACIONES de la Arquidiócesis de Montevideo, (Nº 53, 18/10/1975) del que tomo esta foto, publicada en la portada con el título "¡PROHIBIDO DETENERSE!" y la homilía del arzobispo, publicada en las páginas centrales.

La Iglesia, un signo de Salvación

Homilía de Mons. Carlos Parteli, Arzobispo de Montevideo,
en la Peregrinación Diocesana de Salto,
con motivo del Año Santo 1975. Domingo 28 de setiembre.

Muy gustoso he recogido la invitación de vuestro obispo, mi querido hermano Mons. Mendiharat, de venir a presidir esta celebración eucarística que quiere ser una comprometida expresión de comunión eclesial de esta porción del Pueblo de Dios.
Juntamente con los militantes de esta ciudad están aquí presentes los numerosos grupos de peregrinos de los diversos puntos de la diócesis que han venido para dar testimonio de la fe que alienta en las mentes y los corazones de todos, y para reafirmar los vínculos de la caridad, esa misteriosa fuerza de cohesión que nos une a todos en Cristo, nos convierte en miembros vivos de su cuerpo, nos hace Iglesia.
Este encuentro tiene un sentido mucho más profundo que el de una reunión de personas congregadas para oír misa juntos. Fue preparado convenientemente en toda la diócesis por una reflexión metódica acerca del misterio de Cristo, con miras a una mejor comprensión de su Iglesia, de nuestra pertenencia a la Iglesia, y de nuestra tarea en la Iglesia.

La Buena Noticia
El punto de partida de nuestra consideración es la deslumbrante revelación del gran misterio: Dios nos ama. Dios quiere que todos los hombres se salven. Tanto amó Dios al mundo que nos envió a su único Hijo Jesucristo.
Dios se revela en Jesucristo, y Jesucristo nos revela que Dios es amor a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por tanto de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor.
Cristo no sólo habla del amor. Lo vive hasta el extremo de dar su vida como prueba de que nos ama. Él, sufriendo la muerte por nosotros, pecadores, nos enseña el valor de sufrimiento. Nos enseña a llevar la cruz. Y Él, constituido Señor por su Resurrección, obra por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no solo despertando el anhelo del Cielo, sino también sanando, purificando y robusteciendo todos los generosos propósitos que quieran hacer más llevadera la vida de todos en este mundo.
Esto es, en síntesis, la Buena Noticia, el Evangelio de Jesucristo, que la Iglesia debe anunciar, y encarnar en la vida del mundo.

Razón de ser de la Iglesia

Si Cristo nos revela al Padre, si Cristo es sacramento del Padre, la Iglesia a su vez es la manifestación, el sacramento de Cristo. El mundo conoce a Cristo conociendo a su Iglesia, porque Cristo está en ella y actúa en el mundo a través de ella. Lo importante de la Iglesia, más que la doctrina, es la persona de Cristo que nos entrega.
Ciertamente la razón última de la Iglesia, su objetivo final, es la salvación eterna de los hombres. Pero ella está ya aquí en este mundo, y es en este mundo en donde trabaja para que los hombres alcancen la salvación.
Aquí, en este mundo, debe anunciar el Evangelio, provocar la conversión de los hombres a Cristo y sostenerlos en permanente estado de conversión.
Para esto los convoca a la comunidad eclesial y les presta los servicios de su ministerio profético, sacerdotal y real. Tales servicios son válidos en la medida en que hacen que la vida de los cristianos responda de veras al proyecto de Dios, que no es otro que formar aquí, en el mundo, la familia de los hijos de Dios.
Si nos detenemos a pensar en todo lo que significa esta familia de Dios, fácilmente logramos entender las resonancias enormes que, tanto en la vida personal como en la vida social, se derivan de tal vinculación familiar, es decir, de esta unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí.
Este concepto es el que prima en la definición que da el Concilio Vaticano II al comienzo de su fundamental constitución dogmática Lumen Gentium: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”. Este mismo concepto de sacramento de unidad en caridad es el que desarrolla luego en tantos otros documentos cuando aborda, a la luz de la fe, toda la problemática del mundo contemporáneo.

Presente en la historia


La Iglesia, el Pueblo de Dios, está en el mundo, participa de la vida del mundo, y cumple su misión interviniendo en la historia del mundo. Como entidad social visible y comunidad espiritual avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios.
Empeñada en lograr la salvación que es su finalidad específica, la Iglesia no solo otorga al hombre su participación en la vida divina, sino que además difunde sobre el mundo entero un reflejo de su luz, precisamente cuando sana y eleva la dignidad de la persona, afianza la consistencia de la sociedad e impregna la actividad diaria de la humanidad de su sentido y su significación más profundos.
Ciertamente, todo el universo está penetrado de la presencia activa del Señor y de su Espíritu, pero en el mundo sólo la comunidad cristiana es plenamente consciente de ello; por la fe reconoce la Iglesia que el Señor realiza su obra de salvación, y asume como responsabilidad propia la tarea de revelar esa presencia del Señor en la historia; por la caridad se solidariza y compromete con la marcha de la historia humana, testimoniando así el amor de Dios; por la esperanza está cierta de que los frutos excelentes de la naturaleza y del esfuerzo humano volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, plenamente iluminados y transfigurados en la realización acabada del Reino de Dios.
Estas consideraciones se refieren a la Iglesia vista en su conjunto, en su entidad total; pero si queremos, con sentido práctico, entrar a conocer el papel que dentro de la Iglesia le corresponde a cada cristiano o grupo de cristianos, es necesario prestar atención a las partes que la constituyen. A la Iglesia podemos considerarla hacia dentro, en su constitución de cuerpo orgánico, que necesariamente debe velar por su propia unidad y vitalidad, y hacia fuera, en su acción evangelizadora.

La acción evangelizadora

La Iglesia no existe para sí, sino para el mundo, pero para cumplir su misión en el mundo necesita cuidar su propia personalidad y su vitalidad.
Es muy importante prestar atención a esta tensión vital entre el ser de la Iglesia y su acción pastoral como también tener en cuenta las lecciones del pasado que nos hablan del peligro de una ruptura de esta tensión. El justo equilibrio vital se da cuando la buena salud de la Iglesia la hace misionera, y cuando su acción misionera vigoriza su cuerpo eclesial.
Ambos aspectos son inseparables, y nadie mejor que ustedes, carísimos militantes, para entender el significado de vuestro compromiso con vuestra Iglesia salteña y con su acción apostólica en el medio en que vive.
Todos ustedes por el bautismo pertenecen a la Iglesia, y todos de alguna manera cooperan en su labor. Unos como sacerdotes, otros como religiosos, otros prestando servicios ministeriales en el campo de la docencia, de la catequesis, de la liturgia, de la caridad y demás actividades apostólicas propias de una comunidad pujante que sabe crearlas y desarrollarlas.

Anunciar la liberación

Pero todo este esfuerzo, todo este trabajo de las comunidades, no termina en la mera acción intraeclesial, sino que apunta hacia fuera, hacia el mundo al cual la Iglesia es enviada para anunciar a Jesucristo Redentor, que a través de su muerte y Resurrección libera al mundo del pecado e instaura el reinado de Dios.
El Reino de Dios es el reino de la libertad, el reino del hombre liberado por Cristo del yugo del pecado y de la muerte. Es el reino de la verdad que desplaza la mentira; es el reino de la justicia que vence al egoísmo y rompe las cadenas de toda opresión; es el reino de la alegría que enjuga todas las lágrimas, es el reino de la esperanza que disipa las tinieblas y abre un horizonte de luz en el mañana; es el reino del amor que distiende los corazones y pone en los rostros la limpia claridad de una mirada de niño; es el reino de la paz que convierte las lanzas en azadas y las espadas en arados; es el reino de la vida que lanza su grito de victoria sobre la muerte.
En una palabra, es el reino de Jesucristo, de aquel que dijo: “Yo soy la Resurrección y la Vida; yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”.
Tarea inmensa, nunca acabada, es ésta de expandir en el mundo el Reino de Dios. La tarea de la Iglesia, que para esto existe; y, dentro de la Iglesia, corresponde a los laicos, el sector ampliamente mayoritario, la misión de informar y perfeccionar e orden de las cosas temporales con espíritu cristiano.

Un testimonio personal y comunitario

La caridad que se nos infunde por virtud del Espíritu Santo hace a los seglares capaces de expresar realmente en su vida el espíritu de las bienaventuranzas. Siguiendo a Jesús pobre, ni se abaten por la escasez, ni se hinchan por la abundancia; imitando a Cristo humilde no ambicionan la gloria vana, sino que procuran agradar a Dios antes que a los hombres, preparados a dejarlo todo por Cristo, a padecer persecución por vivir el valor de la justicia, pensando en las palabras del Señor: “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.
Cultivando entre sí la amistad cristiana sabrán evitar todo lo que hiere y ofende, y en cambio sabrán cultivar aquellas virtudes humanas que hacen agradable la convivencia; todo lo bueno, santo y hermoso que nos da la alegría de vivir pese a la inevitable cruz que siempre nos acompaña en este mundo.
Y todo esto lo sabrán vivir personalmente y comunitariamente. Para ser fehaciente no basta el testimonio personal de los cristianos sueltos; es indispensable el testimonio de la comunidad cristiana, de la Iglesia como tal. Sólo así ella puede ser de veras luz de las gentes, sal de la tierra, sacramento de salvación ante la faz del mundo.
Pienso que estas sencillas reflexiones les serán útiles a todos para cuando regresen a sus casas, a sus lugares de trabajo habitual y a sus respectivas comunidades eclesiales alentados por el impresionante espectáculo de esta Iglesia salteña congregada en torno a la mesa eucarística.
Son reflexiones para hacer en común, en grupos de cristianos reunidos para hacer revisión de vida, pedagogía muy útil para confrontar la vida de cada uno con las exigencias del compromiso bautismal y así comprender que no basta proclamar las verdades de la fe, sino que también hay que vivirlas y testimoniarlas en todas las contingencias, incluso en las más simples y humildes como el vaso de agua dado al sediento, que elogia el Evangelio.

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