miércoles, 31 de marzo de 2010

Misa Crismal
en la Catedral de Melo









Homilía de Mons. Heriberto Bodeant,
Obispo de Melo


Queridos fieles, laicas y laicos venidos de todos los rincones de la diócesis, representando a sus comunidades.
Queridas religiosas, que nos enriquecen con sus carismas y nos animan con su entrega generosa.
Queridos seminaristas, que han dejado su Colombia natal para compartir este año con nosotros y juntos discernir los caminos del Señor para cada uno de ustedes.
Queridos diáconos, testigos entre nosotros de Cristo servidor de todos.
Queridos presbíteros; entre los que quiero saludar especialmente a quienes se han unido este año a nosotros, para compartir la tarea pastoral: el P. Romualdo, en la parroquia Virgen de los Treinta y Tres; el P. Juan Gastón, en la comunidad salesiana; el P. Nacho, que regresó de su servicio misionero, ahora en Río Branco. Saludo también, como comienzo de despedida, al P. Jorge, que partirá a Sao Grabriel de Cachoeira, en la Amazonia, para auxiliar a una diócesis aún más necesitada de sacerdotes que la nuestra.
Querido Mons. Roberto, que cumpliste el 19 de marzo tus 48 años de ordenación episcopal.
Todavía un especial saludo a quienes están siguiendo esta celebración a través de Radio María.
Queridos todos:

Esta Misa Crismal que estamos celebrando tiene dos grandes significados:
- es una manifestación de comunión y de unidad de la Iglesia diocesana
- es un signo de la estrecha unión de los presbíteros y los diáconos con el Obispo

Manifestación de comunión de la Iglesia diocesana, en la que el Obispo, como Padre y Pastor, tiene la delicada misión de bregar por construir y velar por sostener esa unidad, con la necesaria ayuda de los presbíteros y diáconos y, sobre todo, sostenido por la Gracia de Dios.
La consagración del Santo Crisma y la bendición de los óleos por el Obispo, junto con los sacerdotes, nos ayudan a ver la raíz de esa unidad. Con el Crisma serán ungidos los nuevos bautizados y los nuevos sacerdotes si los hubiera, y serán signados los que reciben la confirmación. Con el óleo de los catecúmenos se prepararán y dispondrán para el bautismo los nuevos catecúmenos. Con el óleo de los enfermos, éstos serán aliviados en sus enfermedades.
Todo esto hace de esta Misa algo único. Y no es posible que sea de otra manera. Cada parroquia celebra su vigilia pascual. Pero sólo puede haber una Misa crismal en toda la diócesis. Estemos felices, agradecidos, porque el Señor nos ha concedido estar hoy en esta catedral.

Porque esta Misa es única, aquí están todos los presbíteros y diáconos, expresando su estrecha unión entre sí y con el Obispo.
La unidad y la comunión de la Iglesia, la unión de los ministros ordenados con el Obispo son, antes que la relación de afecto, de amistad que podamos tener y que tenemos que cultivar, son un misterio. Esa comunión viene del llamado mismo de Jesús.

La palabra Iglesia quiere decir “convocatoria”. La Iglesia es un pueblo, una comunidad, una asamblea de personas que han sido llamadas simultáneamente: con-vocadas. Jesús dice: “no son ustedes los que me eligieron a mí: soy yo quien los elegí a ustedes” (1) y también podría decir: “no son ustedes los que se eligieron unos a otros: soy yo quien los elegí a ustedes”.
Sólo desde la convicción profunda de que el hermano que llega es alguien a quien el Señor también ha llamado, yo puedo aceptarlo y darle un lugar en mi corazón, y construir una amistad que tiene una base más profunda y aún más firme que la simpatía o la afinidad que podamos tener.
La base de esa amistad es la común-unión de todos nosotros con Cristo y en Cristo. Por medio de Él cada uno y cada una se une a los demás. Es en Él, que nos ha elegido y nos ha llamado, que estamos profundamente unidos como miembros de su cuerpo.

Esto que estoy diciendo vale para todos nosotros: fieles laicos, personas consagradas, ministros ordenados. Obispos incluidos, especialmente quien habla. La “conversión pastoral”, a la que el Espíritu nos empuja hoy en América Latina, empieza en lo más profundo del corazón, empieza en la apertura de corazón a los hermanos y hermanas y en el deseo de su presencia, con la convicción que también ellos han sido llamados por Jesús. Sólo así podremos ser una Iglesia que “se manifieste como una madre que sale al encuentro, una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera”. (2)

Pero estamos en el año sacerdotal, y permítanme que me dirija ahora de una manera especial a los presbíteros - y también a los diáconos - de nuestra diócesis.

El Papa Benedicto XVI eligió como lema para este año “Fidelidad de Cristo – fidelidad del sacerdote”. En primer lugar, la fidelidad de Cristo, porque sobre su fidelidad se construye y se sostiene la nuestra. ¿Cuál es la fidelidad de Cristo?
Es, ante todo, fidelidad al Padre. Fidelidad a la voluntad de misericordia y de salvación del Padre. En el Evangelio que acabamos de escuchar, Jesús manifiesta, con la plenitud del Espíritu Santo, su total identificación con el proyecto amoroso del Padre. Ha sido enviado para anunciar la Buena Noticia a los pobres y proclamar la Gracia del Señor.
Por esa misma fidelidad al Padre, Jesús es fiel a los que el Padre le ha confiado. Jesús no vive para sí: viviendo para el Padre, vive para los demás.

El pasado Domingo de Ramos pudimos ver, en el relato de la Pasión según San Lucas, ese especial cuidado de Jesús sobre sus discípulos.
Uno de ellos ya ha cedido ante el tentador y no regresará. Pero quedan once que serán puestos a prueba. “Ustedes son los que han perseverado conmigo en mis pruebas” (3), les dice Jesús durante la Última Cena. ¡Qué palabras más hermosas! ¡Qué reconocimiento tan grande! Estos discípulos ya no son los del entusiasmo de la primera hora, cuando dejaron todo y siguieron a Jesús. Aquel gesto decidido vale… pero, a esta altura del camino, hay quienes han abandonado al Maestro. Este pequeño resto es el que lo escucha ahora decir: “Ustedes son los que han perseverado conmigo en mis pruebas”.

Sin embargo, falta ahora la prueba más grande. Fiel a sus discípulos, Jesús los previene, especialmente a Pedro:
“¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder zarandearlos como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos”. (4)
Ése es el Señor al que seguimos todos sus discípulos. Ése es el que nos ha llamado. Ése es el que nos sostiene. Y necesitamos que nos sostenga, porque las pruebas no han terminado aún.

Cuando fuimos ordenados sacerdotes, al entregarnos el cáliz y la patena para la celebración de la Eucaristía, el obispo nos dijo “considera lo que realizas, imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.
No fuimos ordenados para nosotros mismos, ni para una mera celebración ritual de la Eucaristía, sino para buscar, con la ayuda de la Gracia, configurar cada día más nuestra vida con Cristo. Unirnos a su entrega al Padre y a los hermanos. Unirnos a Él para morir cada día a nosotros mismos, de manera que llegue la vida a los hermanos, como lo expresa San Pablo:
“Aunque vivimos, continuamente nos vemos entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, pero en ustedes la vida.” (5)

Esa entrega es la razón de ser de nuestro celibato. Renunciar al matrimonio, a compartir vida y afecto con una mujer, a trasmitir la vida para formar una familia, no puede hacerse simplemente como obediencia a una regla. Sólo puede ser vivido como respuesta total a un llamado que llena mi vida, que le da sentido a ese morir para dar vida y encontrar así la propia vida.
A esto podemos aplicar estas palabras del Papa Benedicto XVI:
“Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre.” (6)
Al renovar nuestras promesas sacerdotales, manifestamos que queremos vivir y asumir cada día más el proyecto de Dios sobre cada uno de nosotros, para realizarlo plenamente con la ayuda de su Gracia.

Al hacer todos juntos esta renovación, presbíteros y diáconos, estamos expresando también una realidad que tenemos que seguir profundizando. Se trata de la comunión entre nosotros, como clero de esta diócesis, servidores de la común-unión. Nuestra vida fraterna, nuestra unión en la oración y en la total cooperación, son necesarias para que el mundo conozca que el Hijo fue enviado por el Padre. (7)

No es fácil ser fiel a las promesas sacerdotales, no es fácil ser fiel a los votos religiosos… no es fácil ser fiel a las promesas matrimoniales. No se trata sólo de las tradicionalmente llamadas “tentaciones de la carne”. Hay otros ídolos: el poder, el tener, que pueden reemplazar a Dios en el centro de nuestra vida y convertir nuestra entrega en una mentira.
No es fácil ser fiel a Cristo y al Evangelio, si no es Él quien nos sostiene, si no nos dejamos sostener por Él, si no nos ayudamos fraternalmente unos a otros, valorando las distintas vocaciones y ayudándonos a vivirlas.

En el mundo de hoy, la Iglesia vive momentos sumamente dolorosos. Otros sacerdotes, hermanos nuestros, llamados como nosotros a conformar su vida con el misterio de la cruz de Cristo, han cometido actos pecaminosos y criminales abusando de niños y jóvenes indefensos. Más cerca de nosotros hemos visto que en estos últimos años, sin tanto escándalo, pero no sin sufrir ni provocar dolor, otros hermanos han abandonado el ministerio. A veces los sacerdotes no hablamos de esto, como si no quisiéramos reconocer que nos duele y nos cuestiona. Sin embargo, ¿hasta dónde ese silencio no nos va socavando por dentro?

Por eso, en esta Misa Crismal, en la que ustedes, presbíteros y diáconos, renovarán las promesas de su ordenación, los invito a que, en primer lugar, volvamos nuestra mirada a Jesucristo y lo contemplemos proclamando su misión y llamándonos de nuevo a tomar parte en ella.
Contemplando a Jesucristo, contemplar también, con sus ojos, el mundo de hoy. Sí, la Iglesia sufre, pero también nuestro mundo sufre. Dos pueblos hermanos han vivido terribles catástrofes, y eso no puede menos que conmovernos. Pero tiene que seguirnos conmoviendo, también, una humanidad fracturada por el conflicto, la injusticia, la desigualdad, que sigue reclamando nuestra solidaridad y nuestro compromiso.

“Siempre habrá pobres entre ustedes” (8), decía Jesús en el Evangelio que escuchamos el lunes. No lo decía para que nos acostumbráramos o desistiéramos de buscar con ellos una vida más digna para todos, sino todo lo contrario.

Miremos desde el corazón de Jesús a este mundo, a nuestro Uruguay, a nuestros hermanos arachanes y olimareños. A ellos nos ha enviado el Señor, especialmente a los que llevan la cruz del dolor, del sufrimiento, del duelo, de la enfermedad, de la incomprensión, de la injusticia, de todas las formas de pobreza.

En ellos nos invita el Señor a reconocer su rostro y a ellos nos envía para anunciar la Buena Noticia de salvación, liberación y vida plena. En esta tierra, donde hace 22 años Juan Pablo II proclamó el “Evangelio del trabajo” (9), queremos seguir anunciando y defendiendo la dignidad de todos los hijos e hijas de Dios, de cada una de sus vidas, desde su concepción hasta su fin natural, llamados a un destino trascendente.

Entregados al anuncio del Evangelio, a la celebración de los Sacramentos, a la guía y acompañamiento pastoral de comunidades misioneras, los ministros ordenados, obispos, presbíteros diáconos, encontramos nuestro camino de santificación, como nos lo enseña el Concilio Vaticano II. (10) A la vez, en la medida que crecemos en esa santidad, configurándonos con Cristo, podemos realizar con más fruto nuestro ministerio.

La larga historia de la Iglesia nos enseña que, en los momentos más difíciles y oscuros, Dios hizo surgir el testimonio luminoso de los santos. En este año sacerdotal, los presbíteros del clero diocesano y del clero regular, miramos a uno de esos grandes testigos: un hombre que sirvió al Señor y a sus hermanos desde su humilde parroquia rural. San Juan Bautista María Vianney, el Santo Cura de Ars. Y recordamos también, en nuestra diócesis, a tantos buenos y queridos sacerdotes, que gastaron su vida al servicio de los demás. Los restos de varios de ellos descansan en las parroquias o capillas donde vivieron hasta el final su entrega sin medida.

Animados por el recuerdo de todos ellos, renovemos con decisión nuestras promesas y, con el Cura de Ars, digamos una vez más: “Te amo, Dios mío, y deseo amarte hasta el último suspiro”. Jesucristo, “el Testigo fiel” que nos amó, nos purificó y nos sigue purificando de nuestros pecados, nos sostenga en este empeño. Así sea.

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(1) Juan 15,16
(2) Aparecida 370
(3) Lucas 22,28
(4) Lucas 22,31-32
(5) 2 Corintios 4,11-12
(6) (cf. Jn 8,32) Benedicto XVI, Caritas in Veritate, 1
(7) Juan 17,23
(8) Juan 12,8
(9) Juan Pablo II, homilía en la Celebración de la Palabra en la explanada del Barrio La Concordia, Viaje apostólico a Uruguay, Bolivia, Lima y Paraguay, Melo, domingo 8 de mayo de 1988.
(10) Cfr. Presbyterorum Ordinis 12

1 comentario:

Thomas English dijo...

Felicitaciones por las fotos, desde ángulos que muestran el grupo, pero más que nada, por la rapidez con que sale la noticia
P. Tomás Tadeo