Pesebre viviente en la Capilla de Mangrullo, Cerro Largo, diciembre 2011 |
¿Cuáles son las tres cosas más importantes de tu vida, las tres cosas que no querrías perder de ningún modo? Esa pregunta se la hicieron a un numeroso grupo de jóvenes. ¿Qué habríamos contestado nosotros? ¿La casa, el auto y el celular? ¿La fe, la esperanza y el amor?
Los jóvenes no fueron ni tan materialistas ni tan espirituales. En su mayoría coincidieron en tres grandes valores humanos: la vida, la familia y los amigos.
Tres valores muy grandes, que se enriquecen más aún, si son iluminados por la fe, la esperanza y el amor.
Si los ilumina la luz de la Navidad: la luz que es el mismo Jesús, el Hijo de Dios que se hizo hombre.
Con la luz de la fe, podemos descubrir que la vida, la familia y los amigos son dones de Dios, son de los mejores regalos que hemos recibido.
Con la luz de la esperanza, podemos descubrir que todo aquello que amenaza nuestra vida y la vida de las personas que queremos, todo aquello que nos hiere, nos enfrenta, nos divide, puede ser un día superado, en el camino de esta vida o en la eternidad, junto a Dios, porque estamos llamados al reencuentro y a la vida para siempre en la Casa del Padre Dios.
Con la luz del amor, encontramos que todo amor verdadero, todo amor que nos hace salir de nosotros mismos, que nos hace abandonar la comodidad y el egoísmo para darnos a los demás, viene de Dios. Cuando nos preocupamos y hacemos algo por el más débil, cuando aprendemos a pedir perdón y a perdonar de corazón, tenemos signos de que el amor que viene de Dios está en nosotros. Y ese amor en nosotros ya es una semilla de eternidad, porque la fe y la esperanza terminarán cuando estemos junto a Dios, pero el amor no pasará.
Es Navidad. En el Niño de Belén, el Padre Dios nos está manifestando su amor.
Ese amor de Dios nos urge a cuidar la vida: la propia vida, la de los demás, la de los más débiles, la del que todavía no ha nacido, la del que ya está al final del camino.
El amor de Dios nos anima a velar por la familia que tenemos. A dar nuestro cariño a aquellos que están más cerca, a los de nuestra casa, aquellos a los que más fácilmente podemos lastimar y que también pueden lastimarnos, precisamente porque ellos nos importan y nosotros les importamos.
El amor de Dios manifestado en Jesús, que nos ha llamado “amigos” nos impulsa a ser verdaderos amigos. Los buenos amigos son los que hacen que se manifieste lo mejor de nosotros mismos. Son aquellos que hacen que descubramos la buena persona que tenemos adentro. La Navidad nos invita a cultivar la amistad verdadera, real, de personas que se conocen cara a cara y corazón a corazón, de amigos que saben cuidarse, acompañarse, ayudarse.
Que la Navidad nos ayude a vivir más plenamente todo esto. A todos: ¡FELIZ NAVIDAD!
+ Heriberto, Obispo de Melo
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