“¡Resucitó de veras mi amor y mi esperanza!”. Este domingo, domingo de Pascua, domingo de resurrección es aquel en el que se celebra el centro de la fe cristiana: ¡Cristo ha resucitado!
El domingo de Pascua comienza en la noche del sábado Santo. En esa noche se celebra la Vigilia Pascual, una extensa Misa con muchas palabras y muchos signos. La Misa más importante de todo el año litúrgico.
Empecé a participar de la Vigilia pascual en mi infancia.
La iglesia de mi pueblo era entonces pequeña, aunque a los niños nos parecía grande. Cuando fui por primera vez a la Vigilia, me asombraron los signos. Fuera del templo (como se sigue haciendo) se hacía una gran fogata. Se bendecía el fuego y de él se encendía una enorme vela: el Cirio Pascual, cuya luz representa la luz de Cristo resucitado. Nos dirigíamos luego al templo y al entrar nos sorprendía la oscuridad. El sacerdote cantaba “Luz de Cristo” y todos comenzábamos a encender nuestras velas a partir del Cirio Pascual, comunicándonos la luz que comenzaba a iluminar tenuemente el templo. Nos ubicábamos, con nuestras velas encendidas y comenzaban las lecturas, recorriendo las etapas fundamentales del Plan de Salvación de Dios. Al terminar las lecturas del Antiguo Testamento, el Gloria, que no se canta durante el tiempo de Cuaresma, inundaba el templo; las luces se encendían y se descubrían las imágenes que habían estado cubiertas con un lienzo morado desde la semana anterior. Luego venía la bendición del agua, la renovación de las promesas bautismales y a veces algunos bautismos.
La liturgia nos hacía sentir el contraste entre muerte y resurrección. Toda la austeridad y penumbra de la Cuaresma desaparecía ante la irrupción de la luz y de la alegría. Desde entonces, traté de estar siempre en la Vigilia Pascual. Me asombra a veces encontrar a personas que van a Misa todos los domingos y que nunca estuvieron en una Vigilia. Como sacerdote y luego Obispo he celebrado muchas, en iglesias grandes, como la catedral de Melo, pero también en una pequeña casa, como lo hice hace años en un lugar llamado Pueblo Celeste, en el departamento de Salto.
Con el fondo de esos recuerdos, quiero mirar ahora a la esperanza que nos abre la resurrección de Jesús.Los deseos más profundos del ser humano…
- El deseo de un mundo donde ya no exista la tristeza, la depresión, el dolor, el sufrimiento.
- El deseo de un mundo de justicia, donde ya no exista el hambre, la enfermedad, la violencia, la explotación, la miseria, las dependencias.
- El deseo ardiente de paz en el mundo, de paz entre los pueblos, de paz en las familias.
- El deseo de no separarnos jamás de nuestros seres queridos.
- El anhelo de que los momentos felices no se detengan sino que se prolonguen en el tiempo y no terminen jamás.
- El anhelo de un amor verdadero en el que permanezcamos unidos para siempre.
- El deseo de abrazos, de encuentros, de reconciliación verdadera.
¡Cuántos esfuerzos personales y colectivos en la historia de la humanidad buscando ese mundo y esa vida mejores! ¡Cuántas conquistas en ese esfuerzo humano, muchas veces sostenidas por la fe! Y sin embargo, al final del día, la certeza de que no podemos alcanzar todo eso por nosotros mismos más que de una forma imperfecta.
Por eso necesitamos la esperanza, que los cristianos encontramos en la resurrección de Jesucristo.
La resurrección de Jesús no es un hecho individual, una especie de victoria personal de Jesús, como si dijéramos: “Vino a este mundo, soportó un sufrimiento aterrador, pero salió vencedor. Recibe su corona de gloria y vuelve a Dios, dejando este mundo traicionero y desentendiéndose de él”.Nada de eso. Nada de lo que Jesucristo hace es para Él, sino “por nosotros y por nuestra salvación”. Su victoria es para la humanidad. Su victoria abre a los hombres el camino hacia Dios. Así lo expresa San Pablo:
“La muerte ha sido devorada en la victoria.
¿Dónde está, muerte, tu victoria?
¿Dónde está, muerte, tu aguijón?
El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley.
Pero ¡gracias sean dadas a Dios,
que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!” (1 Co 15,54-57)
Más aún, el día de la Ascensión, cuando recordamos el momento en que Jesús resucitado, después de haberse aparecido a sus discípulos “sube al Cielo”, es decir, regresa a la Casa del Padre Dios, la Iglesia dice de Cristo en su oración:
“el Señor Jesús, Rey de la gloria,
triunfador del pecado y de la muerte (…)
ascendió hoy a lo más alto de los Cielos
como Mediador entre Dios y los hombres,
Juez del mundo (…)
No lo hizo para apartarse
de la pequeñez de nuestra condición humana
sino para que lo sigamos confiadamente como miembros suyos,
al lugar donde nos precedió Él,
cabeza y principio de todos nosotros.”
Caminar en la fe, caminar en la esperanza, es caminar hacia la resurrección y la vida que Jesús nos ha prometido. Hacia una vida eterna, que no es simplemente durar en el tiempo, prolongar esta vida que conocemos, con todos sus momentos: los buenos, que no quisiéramos que se terminaran, pero que pasan; los malos, que no quisiéramos que volvieran, pero vuelven…
Jesús nos promete Vida eterna, pero sobre todo “Vida abundante”, “Vida en plenitud”, Vida con mayúscula.
El Papa Benedicto XVI, en su encíclica sobre la esperanza, nos dice que podemos tratar de salir con nuestro pensamiento del tiempo al que estamos sujetos
“y augurar de algún modo que la eternidad
no sea un continuo sucederse de días del calendario,
sino como el momento pleno de satisfacción,
en el cual la totalidad nos abraza
y nosotros abrazamos la totalidad.”
Sería el momento del sumergirse en el amor infinito,
en el cual el antes y el después ya no existe.
En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así:
«Volveré a verlos y se alegrará su corazón
y nadie les quitará su alegría» (Juan 16,22). (Cfr. Spe Salvi 12)
¡Muy feliz Pascua de Resurrección!
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