jueves, 6 de abril de 2017

"Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado?" (Mateo 26,3-5.14-27,66). Domingo de Ramos.




“Hosanna al Hijo de David, bendito es el que viene en el nombre del Señor”
Este Domingo de Ramos nos presenta por un lado el canto de triunfo de la multitud recibiendo a Jesús que entra a Jerusalén y, por otro lado, el grito desgarrador de la cruz: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”
El grito de Jesús provoca muchas preguntas. ¿Qué significa? ¿Qué está trasmitiendo? Ese grito es el versículo inicial del Salmo 22… o 21, según la numeración que tome nuestra Biblia. Es el llamado dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde, que parece haber abandonado al salmista:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
A pesar de mis gritos, mi oración no te llega.
Dios mío, de día te grito, y no me respondes;
de noche, y no me haces caso».
En boca de Jesús, este grito expresa toda su desolación. Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios hecho hombre; y porque se ha hecho hombre, se ha hecho mortal y está enfrentando el drama de la muerte. Y lo enfrenta, no al término de una larga vida, en la cama, acompañado de familia y amigos, sino en la plenitud de su vida, clavado a un instrumento de tortura, abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por sus discípulos, rodeado de enemigos que lo insultan y se burlan de Él.

En la pasión de Jesús, que leemos este Domingo en el Evangelio de San Mateo, Jesús ha conocido el dolor físico: los latigazos, la corona de espina, los golpes, las caídas, el peso de la cruz, los clavos, la sensación de asfixia. Junto al dolor físico, el sufrimiento que ocasiona la traición de los amigos y la burla, el desprecio y la hostilidad de los enemigos.

Muchas personas, a lo largo de la historia, han experimentado dolores y sufrimientos semejantes y aún más grandes.
Y, sin llegar a tanto, cualquiera de nosotros, en un momento de dolor y oscuridad, puede haber hecho suyas las palabras del Salmo “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” o preguntarse simplemente “¿Por qué a mí?”. Más aún… ¿Por qué la violencia, por qué la muerte, por qué el hambre, la enfermedad, la soledad? ¿Por qué sufre esa madre, ese niño, ese anciano, esa persona inocente?

Pero Jesús va a experimentar todavía otra forma de sufrimiento, desconocida para nosotros. Y eso es lo que expresa su grito. El salmista que escribió ese grito, siglos antes de Jesús, era un hombre que se sentía abandonado por Dios. Pero Jesús vive otra cosa. Él es el Hijo de Dios que siente el sufrimiento de sentirse separado de su Padre Dios.

Por un instante largo, insondable, Jesús experimenta la dramática… -podríamos decir más- la trágica, la radical separación de Dios y el hombre.
Jesús, que no tiene pecados, experimenta la profunda separación de Dios que produce el pecado. Quedar separado de Dios, es quedar separado de la vida y del sentido de la vida, que viene de Dios y está llamada a volver a Él. El hombre sin Dios entra en el vacío, en el sin sentido, en la desesperanza ante la muerte implacable.
Desde aquí entendemos las palabras de San Pablo: “Al que no conoció pecado –es decir, a Jesús– [Dios] lo hizo pecado por nosotros” (2 Co 5,21). Jesús, que no tuvo pecado, asumió sobre él todas las consecuencias del pecado, las devastadoras consecuencias del pecado.

Ese es el sufrimiento mayor de Jesús: un sufrimiento que ningún otro ser humano ha conocido. Es el sufrimiento de Dios. No sólo el sufrimiento del Hijo de Dios; es el sufrimiento del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Todo Dios conoce la profundidad del dolor de estar sin Dios. Dios prueba, a través de la pasión de su Hijo, qué significa el hombre sin Dios.

Y por eso el amor, la compasión, la misericordia de Dios por nosotros.
Como decía un gran pensador católico [Jacques Maritain]: “el sufrimiento existe en Dios en forma más infinitamente verdadera que como existe en nosotros; pero, a la vez, en Dios ese sufrimiento está unido en forma absoluta con el amor”.

Esa es la clave de la cruz, la clave de la pasión, la clave del grito de Jesús. Jesús va a la cruz, va a la pasión, recorre su vía crucis, su vía dolorosa, entregando su vida por amor. Él dice: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente” (Juan 10,18).

En la cruz, podemos ver a Jesús como un hombre condenado a muerte. Otros han decidido que debe morir y le están quitando la vida. Está inmovilizado, clavado al instrumento de tortura. ¿Qué puede hacer ya, sino morir?

Sin embargo, en la cruz, Jesús es profundamente libre. Libre para amar. Libre para dar voluntariamente su vida, para hacer de esa muerte horrible e infamante, una verdadera entrega de amor: un sacrificio, en el sentido más verdadero que tiene esa palabra, que significa hacer que algo se haga sagrado, que algo se haga de Dios, poniéndolo en sus manos. Y lo que pone Jesús en las manos del Padre, no es una cosa, no es un sufrimiento: es su propia vida.

La cruz, desde entonces, cambia su significado. La cruz de la tortura y la muerte evoca el amor de Jesús, el amor que va hasta el extremo; hasta el extremo del sufrimiento, pero sin dejar nunca de ser el amor que puede vencer a la misma muerte.

Por eso San Pablo puede decir:
¿Quién nos separará del amor de Cristo?
¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?,
¿el hambre?, ¿la desnudez?,
¿los peligros?, ¿la espada?,
Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó.
Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida,
ni los ángeles ni los principados,
ni lo presente ni lo futuro,
ni las potestades,
ni altura ni profundidad ni criatura alguna
podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.
(Romanos 8,35.37-39)
Y ahora ¿Cómo respondemos nosotros a ese amor?

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