viernes, 15 de mayo de 2020

"No los dejaré huérfanos" (Juan 14, 15-21). VI Domingo de Pascua.




El hombre sabe que le queda poco tiempo. Lo viene presintiendo. La enfermedad ha avanzado y el pronóstico no es difícil. Se irá de un momento a otro. Muchas cosas pasan por su mente. Algunas, que parecían tan importantes, ya no cuentan para nada. Otras se asoman desde algún lugar del olvido, reclamando explicación, sanación, perdón, reconciliación…
Se sienta ante el papel en blanco y toma la lapicera. Piensa. Reflexiona. No se trata de decir para quién es esto ni para quién lo otro. Eso ya fue hecho hace tiempo. Se trata de dejar otra cosa a los suyos, a las personas queridas… un pensamiento, una palabra que inspire, una frase que anime… La respiración le cuesta. El esfuerzo de la mente tensa el cuerpo. Por fin, las palabras asoman… y escribe.

Las palabras de Jesús que nos presenta el evangelio de este domingo son palabras de alguien que sabe que va a morir. Son parte del mensaje que deja a quienes van a quedar sin su guía. Así tenemos que escucharlas. Puede parecer chocante que, en estos días de celebración de la resurrección de Jesús, después de haber leído relatos de sus apariciones, volvamos atrás, a la última cena, a la víspera de su muerte. Sin embargo, no es extraño, porque las palabras que Jesús dijo en aquel momento tomaron su sentido pleno a partir de la resurrección. Jesús sabía que sería así. Sus discípulos no podían comprender lo que Él decía, pero recordarían sus palabras y las entenderían más adelante. Y no faltó Alguien que se las recordaría y los ayudaría a entenderlas: el mismo que sigue hoy ayudándonos a nosotros a recordar, comprender y poner en práctica las palabras de Jesús.

Volvamos al momento de la cena. Jesús ha pasado tres años junto a estos hombres, sus discípulos, a los que ahora llama amigos. Al despedirse, Jesús les anuncia que no los dejará huérfanos, no los dejará solos:
yo rogaré al Padre,
y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes:
el Espíritu de la Verdad.
Jesús anuncia al que vendrá para estar siempre con sus discípulos: es el Espíritu Santo y Jesús dice que será “otro Paráclito”.
«Paráclito» es una palabra griega, que no se traduce, porque es difícil expresar con una sola palabra de nuestra lengua toda la riqueza de su significado. Por eso hay que explicarla.
Paráclito es una persona que es llamada para estar junto a mí, cuando me encuentro en una situación de extrema dificultad, para que me sostenga, me defienda, me proteja, me consuele. Por eso, la palabra es traducida, a veces, como abogado, defensor, consolador.

Aunque Jesús la aplica al Espíritu Santo, al decir “otro paráclito”, está diciendo que ese nombre, o ese título se le aplica también a Él. De hecho, también así lo llama san Juan en una de sus cartas:
…si alguno hubiere pecado, tenemos un paráclito ante el Padre: Jesucristo, el justo (1 Juan 2,1)
De esa manera, Jesús hace ver que el Espíritu viene a continuar, a prolongar la tarea que Él ha llevado adelante. Viene para estar con los discípulos siempre. Y ese siempre incluye los momentos en que los discípulos ya no estarán todos presentes en el mismo lugar. Para estar con Jesús, tal como ellos lo conocieron, en su humanidad, los discípulos tenían que estar juntos, reunidos en torno a Él. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, al asumir nuestra humanidad, tomó nuestras mismas limitaciones humanas: estar físicamente presente en un único lugar en un momento dado. En cambio, el Espíritu no tiene esos límites. Los discípulos, ya convertidos en apóstoles, es decir, en enviados, de acuerdo con el mandato de Jesús se dispersarán por el mundo para anunciar el evangelio a todos los pueblos; pero el Espíritu estará con ellos, allí donde estén. Los apóstoles experimentarán muchas veces esa presencia del Espíritu como Paráclito, sosteniéndolos, apoyándolos, defendiéndolos y poniendo en su boca las palabras que ellos debían decir.
Pero Jesús le da otro nombre más al Espíritu. Lo llama “el Espíritu de la Verdad”. El Espíritu nos hace posible reconocer la verdad de Dios como Padre y Vida. Es precisamente lo opuesto al que Jesús llamó “el padre de la mentira” (Juan 8,44), el espíritu del mal, aquel que impide que nos comportemos con la libertad de hijos de Dios y que es, lo dice Jesús: “homicida desde el principio” (ídem). En cambio, como anuncia Jesús más adelante:
El Espíritu de la verdad los guiará hasta la verdad completa (Juan 16,13)
Y no olvidemos que la verdad no es solo algo que se conoce, que se sabe, sino, sobre todo, algo que se practica, que se pone en obra:
El que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios (Juan 3,21)
La carta de Pedro, segunda lectura, nos da algunas pistas para obrar la verdad, para que nuestras obras estén hechas según Dios. No recibimos el Espíritu Paráclito para atrincherarnos y defendernos como únicos poseedores de la verdad frente a todas las amenazas del mundo.
Pedro nos pide estar “siempre dispuestos a dar razón de la esperanza” que tenemos.
Nuestra esperanza está en Jesucristo. El Espíritu Paráclito nos anima para hacernos nosotros mismos “paráclitos” de los demás, hacernos acompañantes y abogados, ser personas que estamos junto a quienes nos necesitan.
No estamos para imponer nuestras ideas:
Al defenderse “háganlo con suavidad y respeto, y con tranquilidad de conciencia”, dice Pedro.
Actuando así, “ustedes se comportan como servidores de Cristo” agrega. Y concluye:
Es preferible sufrir haciendo el bien, si esta es la voluntad de Dios, que haciendo el mal.
Si Jesús “no nos deja huérfanos”, tampoco podemos nosotros abandonar a los que nos necesitan.

La “razón de nuestra esperanza” está en Jesucristo. Así dice Pedro:
“Cristo murió una vez por nuestros pecados
-siendo justo, padeció por los injustos-
para llevarnos a Dios.
Entregado a la muerte en su carne, fue vivificado en el Espíritu.”
Jesús murió para abrirnos el camino hacia su Padre. Fue a la muerte para que tuviéramos vida en Dios. Si el estar vivos es para nosotros un motivo de acción de gracias, cuanto más lo es el don de la Vida eterna, de la vida en Dios, que recibimos por medio de la entrega de Jesucristo. Desde esa gratitud valoramos la vida de los demás, respetamos y recibimos a nuestro prójimo, con sus necesidades, sus sufrimientos, sus proyectos, su vida. “Si Dios visitó la tierra, si por nosotros murió, la vida de cada hombre tiene infinito valor”, dice una vieja canción. Cuando descubrimos el valor infinito de cada vida humana, por la que Cristo se encarnó y por la que fue a la cruz y a la muerte, no podemos aceptar que nadie pretenda ser dueño de las vidas de otros. El derecho a la vida es el primero de los derechos de la persona humana.

Porque queremos seguir con vida, cuidamos también de la vida de los demás; no para cumplir una disposición legal o una norma de higiene, sino, ante todo, por puro y simple amor al prójimo.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga, sigamos cuidándonos y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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