viernes, 7 de agosto de 2020

«Tranquilícense, soy Yo; no teman» (Mateo 14,22-33). Domingo XIX durante el año.






La historia de la humanidad es, en gran medida, una historia de supervivencia… no solo a epidemias y pandemias, sino también frente a una naturaleza a la que el hombre ha debido adaptarse y que muchas veces lo ha golpeado con fuerzas tremendas: rayos, huracanes, terremotos, volcanes.
Pueblos de la antigüedad adoraron esas potencias como dioses. Religiones politeístas adjudicaron cada una de esas fuerzas a alguna divinidad y buscaron la forma de apaciguarlas a través de sacrificios; en algunos momentos, incluso, sacrificios humanos.

En la religión de Israel, la gran religión monoteísta, esas fuerzas no fueron divinizadas, pero sí puestas en relación con Dios y sus manifestaciones, las teofanías.
Así encontramos en el libro del Éxodo el momento en que Dios entrega a Moisés las tablas de la Ley con los diez mandamientos. En la historia del Pueblo de Dios, esto no es un episodio más. Fue el momento en que Dios selló su alianza con el pueblo. Dice el libro del Éxodo:
Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta; y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar.
Entonces Moisés hizo salir al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios, y se detuvieron al pie del monte.
Todo el monte Sinaí humeaba, porque Yahveh había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo el monte retemblaba con violencia.
El sonar de la trompeta se hacía cada vez más fuerte; Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno. (Éxodo 19,16-19)
Teniendo presente este texto, leamos la primera lectura de este domingo. Es un momento en que Dios se manifiesta al profeta Elías… pero, atención: en ESE momento ¿dónde está Dios, y dónde NO está Dios?
Habiendo llegado Elías a la montaña de Dios, el Horeb, entró en la gruta y pasó la noche. (…) El Señor le dijo: «Sal y quédate de pie en la montaña, delante del Señor».
Y en ese momento el Señor pasaba.
Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave. Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta. (1 Reyes 19, 9. 11-13a)
¡Qué contraste! ¿verdad? Dios manifestándose de dos formas muy diferentes. Para Moisés y el pueblo: truenos, relámpagos, fuego, humo, terremoto. Para Elías, nada de eso. Los grandes fenómenos ocurren también frente a Elías, pero Dios no está en ellos, sino en la brisa suave. Dios no está encerrado en ninguna forma de manifestación. Puede ser encontrado en circunstancias muy diferentes… pero para encontrarlo es necesario hacer lo que se le pidió a Elías: salir de la gruta; más aún, salir de sí mismo, salir de los propios preconceptos, salir de nuestra manera de pensar que “tendría que ser así y no de otra forma”.

Hay momentos en que necesitamos ser enardecidos, momentos en que necesitamos ser sostenidos y momentos en que necesitamos ser pacificados. Pero, sobre todo, necesitamos ver a Dios, sentir su presencia siempre, más allá de cada momento o cada forma de manifestación y para eso tenemos que salir y estar abiertos a encontrarlo.

Como siempre, la primera lectura nos da una clave o telón de fondo para la escucha del evangelio.

Jesús hizo subir a sus discípulos a una barca para cruzar a la otra orilla del Mar de Galilea. Él se quedó en tierra y subió al monte a orar. Al atardecer, Jesús continuaba su comunicación con el Padre, pero para los discípulos la navegación estaba siendo dificultosa:
La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra.
Mateo ya nos había contado un episodio parecido, aunque más fuerte:
…se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas (Mateo 8,24)
La amenaza era mucho más que un viento fuerte; pero Jesús iba con los discípulos, aunque dormido. Los discípulos lo despertaron:
«¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (Mateo 8,25)
Jesús calmó la tempestad y esto provocó una reacción de los discípulos: una pregunta.
«¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mateo 8,27)
“¿Quién es éste?”. Este primer episodio de los discípulos en barca está contado en el capítulo 8 de Mateo. Los discípulos estaban empezando a conocer a Jesús. Lo que sucedió los dejó “maravillados” y llenos de interrogantes.
Nuestro evangelio, el pasaje de este domingo, está tomado del capítulo 14. Ya hay más camino del grupo de discípulos con Jesús. La tormenta no es tan grande; pero, de todos modos, les impide avanzar. No pueden ir donde Jesús los ha enviado.
Aquí no hay manifestaciones de temor con respecto a la tormenta. El temor lo provoca el mismo Jesús, que va hacia ellos caminando sobre el agua. Los discípulos se atemorizan porque no lo reconocen… se ponen a gritar: “Es un fantasma”.
Jesús se da a conocer:
«Tranquilícense, soy Yo; no teman».
Eso debería haber bastado; pero Pedro pide una prueba:
«Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua».
Jesús le toma la palabra, lo invita a acercarse y Pedro comienza a caminar sobre el agua:
Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: «Señor, sálvame». Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?»
Jesús no se hace presente para suprimir las dificultades ni las oscuridades de la vida, sino para ofrecer la confianza que permite avanzar en medio de ellas.
«Tranquilícense, soy Yo; no teman».
Pedro dudó porque dejó de mirar a Jesús y su mirada quedó atrapada por el viento y el oleaje.
La expresión de Jesús “hombre de poca fe” no debe ser entendida como el reproche que descalifica y que hunde. Jesús no dejó que Pedro se hundiera en las aguas y no va a dejar que su fe se hunda.. El reproche y la pregunta son una invitación a seguir creciendo, a fortalecer la fe que es, ante todo, confianza en Jesús; confianza para caminar sobre el agua.

El final de este pasaje del evangelio es especialmente alentador, porque nos muestra que los discípulos, aún con todas sus dificultades, han crecido en la fe.
Si antes vimos que el episodio del capítulo 8 terminaba con una pregunta, “¿Quién es éste?”, ahora tenemos una respuesta:
“…se postraron ante Él, diciendo: «Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios»”.
Amigas y amigos, pidamos al Señor seguir creciendo en nuestra fe y así ser capaces de reconocerlo a su paso por nuestra vida. Reconocerlo cuando está en la tormenta y cuando está en la brisa suave… dejarnos encender por su amor cuando nuestro corazón está frío y dejar que nos apacigüe cuando nos perturban malos sentimientos.
Gracias por su atención. Sigamos cuidando unos de otros.
Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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