jueves, 13 de agosto de 2020

Mujer, ¡qué grande es tu fe! (Mateo 15,21-28). Domingo XX durante el año.







El pasado 4 de agosto, el Líbano se convirtió en centro de la atención mundial a causa de la terrible explosión que sucedió en el puerto de Beirut, dejando al menos 154 muertos y más de 5.000 heridos.
Terrible tragedia en un sufrido país, enclavado en una de las regiones más conflictivas del mundo y que todavía sufre las consecuencias de una desgarradora guerra civil.
La noticia, que de por sí toca la sensibilidad de cualquier ser humano, repercutió especialmente en Uruguay, donde hay una significativa comunidad de origen libanés.
Los primeros emigrantes llegaron a esta tierra hacia 1860, cuando el Líbano era parte del Imperio Otomano, por lo que los libaneses han sido, incluso hasta hoy, popularmente llamados “los turcos”.
También están en nuestra diócesis y muchos de ellos han sido y son puntales en la vida de parroquias de Melo y Fraile Muerto.

El evangelio de este domingo nos lleva al Líbano de la antigüedad, la tierra de los fenicios.
Jesús partió de allí y se retiró al país de Tiro y de Sidón.
Tiro y Sidón son dos antiguas ciudades que están en el territorio del Líbano actual.
Ambas se encuentran sobre el mar Mediterráneo y al sur de la capital: Tiro, a 70 km de Beirut y Sidón a mitad de camino entre ambas.

Jesús se ha alejado así de Galilea, de los dominios del rey Herodes, una región que se ha vuelto peligrosa desde la ejecución de Juan el Bautista y la conspiración de algunos fariseos para acabar con Jesús.
Entonces una mujer cananea, que procedía de esa región, comenzó a gritar.
Canaán es el antiguo nombre de la franja que se encuentra entre el río Jordán y el mar Mediterráneo.
La mayor parte de ese territorio corresponde actualmente al Estado de Israel, pero también sur del Líbano y partes de Siria, Jordania y los territorios de Palestina.

Canaán fue la tierra a la que Dios prometió llevar a su pueblo tras liberarlo de la esclavitud en Egipto:
he decidido sacarlos de la tribulación de Egipto al país de los cananeos, los hititas, los amorreos, perizitas, jivitas y jebuseos, a una tierra que mana leche y miel (Éxodo 3,17)
Al llegar finalmente a la tierra prometida, los israelitas trabaron una conflictiva relación con los otros pueblos, que adoraban otros dioses y no reconocían a Yahveh, el Dios único de Israel. Los dioses de los pueblos vecinos eran una tentación y por eso el pueblo de Dios fue llamado, desde su entrada en la tierra, a servir solo a Yahveh:
«… aparten los dioses del extranjero que hay en medio de ustedes e inclinen su corazón hacia Yahveh, Dios de Israel». (Josué 24,23)
“Canaán” y “cananeo” pasó de denominar una tierra y un pueblo, a nombrar a quien creía en falsos dioses. Llamar “cananeo” a un israelita era acusarlo de haber sido infiel a Yahveh. Así lo hizo el joven Daniel al interrogar al falso testigo que había acusado a una mujer inocente:
… mandó traer al otro y le dijo: “¡Raza de Canaán, que no de Judá; la hermosura te ha descarriado y el deseo ha pervertido tu corazón! …” (Daniel 13,56)
¿Qué grita, entonces, esta mujer, esta hija de Canaán?
¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí!
“Señor” es el título que dan a Jesús quienes le hacen una petición, como el leproso que dice:
“Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Mateo 8,2)
O el centurión que pide la curación de su servidor:
«Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos». (Mateo 8,6)
La cananea llama “Señor” a Jesús en todos los momentos en que se dirige a él; pero también le da un título que tiene un sentido particular: lo llama
“Hijo de David”
Hijo de David, descendiente de David, es el título del Mesías, el salvador que Dios enviaría a su pueblo. Un título que Jesús acepta con reservas, porque supone una concepción demasiado humana del Mesías y de su misión. En boca de la cananea, este título muestra un conocimiento de la fe de Israel y el reconocimiento de Jesús como ese Mesías prometido.

Nos choca la respuesta de Jesús, que es el silencio, ante la súplica de la mujer. ¿Dónde está el Jesús compasivo y misericordioso, que no escucha a una madre que implora de esta manera?
¡Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio!
La aparente indiferencia de Jesús ante los persistentes gritos de la mujer hace que los discípulos reaccionen:
«Señor, atiéndela, porque nos persigue con sus gritos».
La respuesta parece venir más del fastidio por los gritos que de la compasión por la mujer y su hija. Sin embargo, el verbo que se traduce aquí como “atiéndela” significa también atender a una súplica, conceder una gracia. Los discípulos están intercediendo ante Jesús por la mujer.
A este pedido de los suyos, Jesús responde:
«Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel»
Esto no es nuevo. Ya Jesús, al enviar en misión a los doce, les había dicho:
No tomen camino de gentiles ni entren en ciudad de samaritanos; diríjanse más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. (Mateo 10,5-6)
El plan de Dios tiene etapas. La meta es abrazar a toda la humanidad, pero el primer paso es el anuncio del Reino de Dios al Pueblo que ha vivido en espera del Mesías: el pueblo de Israel.
Muchos de sus miembros se han dispersado y algunos se han apartado de Dios: son las ovejas perdidas. Todavía no es la hora de anunciar la salvación a los pueblos que adoran otros dioses.
La mujer insiste:
¡Señor, socórreme!
Aparece aquí una dura respuesta de Jesús, que sigue desconcertándonos:
«No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros».
“Perros” es la palabra con que los israelitas designaban a esos pueblos que adoraban otros dioses. El mismo Jesús había dicho:
“No den a los perros lo que es santo, ni tiren sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas, y volviéndose contra ustedes, los despedacen” (Mateo 7,6)
Al decir “cachorros”, Jesús suaviza la expresión insultante… tal vez hay también en su tono de voz, en su manera de decirlo, algo que alienta a la mujer a seguir insistiendo, si es que algo así le hacía falta:
«¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!»
Es que también Jesús había dicho:
“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”. (Mateo 7,7-8)
Jesús ha visto desde el principio la fe de esta mujer, pero la ha provocado a que insistiera, a que luchara, a que su fe se fuera mostrando en su profundidad, hasta vencer su resistencia:
«Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!»
Al igual que el Centurión, el hombre pagano que no se considera digno de que Jesús entre en su casa (Mateo 8,5-13), la mujer cananea se considera inferior a los israelitas; pero ambos reconocen en Jesús una bondad que supera los límites de ese pueblo y ambos recibirán de Jesús lo que piden.
San Agustín ve en esta mujer una representación de la Iglesia, es decir, el nuevo pueblo de Dios, con miembros de toda raza, pueblo y nación.
“Vean, hermanos, de qué modo se recomienda sobre todo la humildad a partir de esta mujer que era una cananea, es decir, que provenía del paganismo y era un arquetipo, o sea una figura de la Iglesia”
Finalmente… el ruego insistente de esta madre nos recuerda el episodio de las Bodas de Caná, donde la Madre de Jesús intercede ante su Hijo para que intervenga en esa fiesta donde se ha terminado el vino. Jesús responde con reticencia:
"Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Todavía no ha llegado mi hora " (Juan 2,4)
La intercesión de María acelera la manifestación de Jesús como Salvador.

Amigas y amigos, en esta hora de la humanidad, confiémonos una vez más a la Madre de Dios, que ruega constantemente por nosotros. Digamos, con el Papa Francisco:
Madre de Dios y Madre nuestra, implora al Padre de misericordia que esta dura prueba termine y que volvamos a encontrar un horizonte de esperanza y de paz. Como en Caná, intercede ante tu Divino Hijo, pidiéndole que consuele a las familias de los enfermos y de las víctimas, y que abra sus corazones a la esperanza.
Oh, María, Consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, haz que Dios nos libere con su mano poderosa de esta terrible epidemia y que la vida pueda reanudar su curso normal con serenidad.
Nos encomendamos a Ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh, clementísima, oh, piadosa, oh, dulce Virgen María! Amén.
Gracias, amigas y amigos, por su atención. Sigamos cuidando unos de otros. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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