Este domingo concluye el tiempo de Navidad y se inicia lo que llamamos el tiempo durante el año, o tiempo ordinario, para diferenciarlo de los tiempos extraordinarios, tiempos fuertes, como son el adviento, el tiempo de navidad, la cuaresma y el tiempo pascual. A partir de hoy vamos a ir encontrándonos, domingo a domingo, con diferentes acontecimientos de la vida de Jesús, siguiendo el evangelio según san Lucas, que es el que corresponde en este año.
El acontecimiento que cierra el tiempo de Navidad y abre este tiempo nuevo, es el bautismo de Jesús. El evangelista Lucas lo relata de manera muy breve, pero que, a la vez, dice mucho. Primero nos ubica en un contexto:
Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. (Lucas 3,21)
¿Cómo hacía Juan su bautismo?
Hoy, la forma más común de bautizar es verter agua sobre la cabeza de quien se bautiza, sea un bebé, un niño o un joven o un adulto. Es la más común, pero sigue siendo válida la forma más antigua, que es el bautismo por inmersión. Esto se hacía en un baptisterio que era como una pequeña piscina -a veces no tan pequeña- en la que podía sumergirse por entero la persona. Llegamos a la forma actual del bautismo entendiendo que la cabeza, sobre la que se vierte el agua, expresa significativamente la totalidad del cuerpo.
Juan bautizaba en el río Jordán. Al parecer, la gente se sumergía a una indicación del bautista. Si es así, Jesús se bautizó entre el pueblo. Recordemos también que el bautismo de Juan era “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lucas 3,3). Jesús entró al agua junto al pueblo que quería mostrar su conversión y recibir el perdón de sus pecados.
¿Por qué Jesús pasó por este bautismo si Él no tenía ninguna necesidad de recibirlo? (En los evangelios de Mateo y Marcos se nos cuenta que Juan se resistió a que Jesús se bautizara).
Una primera razón es la que se expresa en ese versículo: Jesús se bautizó con todo el pueblo, en solidaridad con todos aquellos que habían escuchado la prédica de Juan.
Pero, inmediatamente, dos cosas van a marcar la diferencia. La primera:
Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. (Lucas 3,21-22)
El Espíritu Santo descendió sobre Jesús. San Lucas es el evangelista que más menciona la intervención del Espíritu en la obra de salvación. Es el mismo Lucas quien nos dice cómo fue concebido Jesús. Cuando María preguntó cómo sucedería eso, el ángel le dijo:
«El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios» (Lucas 1,35)
El Espíritu Santo ya estaba presente en la concepción de Jesús. Como Hijo de Dios, él ya tenía la plenitud del Espíritu. El descendimiento del Espíritu hace visible esa realidad ya presente.
Pero hay una segunda manifestación que marca lo especial del Bautismo de Jesús:
Se oyó entonces una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección.» (Lucas 3,22)
La voz del Padre se suma a la presencia del Espíritu. La Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo está aquí presente, manifestándose.
El bautismo de Jesús se convierte así en una epifanía, es decir, una manifestación divina, que, en ese sentido, está en relación con la adoración de los Magos (Mateo 2,1-12) y el milagro de las bodas de Caná, “el primero de los signos de Jesús” (Juan 2,1-11), evangelio del próximo domingo. Esto lo marca hermosamente la liturgia de las horas del 6 de enero. En Laudes, la oración de la mañana, se reza en cierto momento:
“Hoy la Iglesia se ha unido a su celestial Esposo, porque, en el Jordán, Cristo la purifica de sus pecados; los magos acuden con regalos a las bodas del Rey, y los invitados se alegran por el agua convertida en vino” (antífona al Benedictus)
En la oración de la tarde, las Vísperas, vuelve el mismo tema. Notemos la insistencia en el hoy, como indicando que esos tres acontecimientos, distantes en el tiempo en las narraciones evangélicas, se hacen presentes hoy para nosotros:
“Veneremos este día santo honrado con tres prodigios: hoy la estrella condujo a los magos al pesebre; hoy el agua se convirtió en vino en las bodas de Caná; hoy Cristo fue bautizado por Juan en el Jordán, para salvarnos” (antífona al Magníficat).
El Bautismo de Jesús nos invita a considerar el sentido de nuestro propio bautismo. Quienes fuimos bautizados siendo muy pequeños, no tenemos recuerdo propio de ese día; como tampoco lo tenemos de nuestro nacimiento. En el día de nuestro bautismo, no importa a que edad lo recibimos, nacimos de nuevo.
No entendemos el significado de nuestro bautismo sin ver su profunda relación con el Bautismo de Cristo. Con su bautismo, Cristo santificó las aguas, para que por ellas seamos santificados los bautizados. El cielo se abrió para mostrar la apertura de un camino de salvación, que nosotros podemos recorrer en Cristo. Cristo fue proclamado por el Padre como “mi hijo muy querido”, para que nosotros lleguemos a ser también sus hijos e hijas, en unión con el Hijo, en unión con Cristo.
Por el bautismo nos unimos a Cristo en su Pascua: muerte y resurrección. Dice san Pablo:
¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva. (Romanos 6,3-4)
Notemos como se expresa Pablo: nos hemos sumergido en la muerte de Cristo, fuimos sepultados con Él, para participar de su resurrección, comenzando por una vida nueva aquí y ahora. Vida nueva: vida en Cristo, vida de discípulo que va creciendo al conocer y practicar las enseñanzas de Jesús y recibiéndolo en los sacramentos, especialmente la comunión.
Por el bautismo somos incorporados a la Iglesia, cuerpo de Cristo. Somos hechos hijos de Dios. Hijos e hijas en el Hijo. Esa es nuestra identidad, la identidad que tenemos que asumir o reasumir, si la hemos olvidado, tomando conciencia de nuestra misión de cristianos y del compromiso que supone comportarnos como testigos del Reino de Dios.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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