sábado, 18 de enero de 2025

“Hagan todo lo que Él les diga”. (Juan 2,1-11). II domingo durante el año.

Amigas y amigos: he tenido el privilegio de estar unos días en Canarias y de visitar allí la isla de Lanzarote, de donde salieron un día los padres de nuestro beato Jacinto Vera, primer obispo del Uruguay. Llegamos hasta Tinajo, que era su pueblo, donde está la iglesia parroquial en la que Gerardo Vera y Josefa Durán celebraron su matrimonio, el 30 de abril del año 1800. Trece años después, en junio o julio, los padres de Jacinto partieron para América. Jacinto ya hacía parte de ese viaje, pero todavía en el vientre de su madre. El 3 de julio de 1813, durante el viaje, nació Jacinto Vera y Durán y fue bautizado el 2 de agosto en la parroquia de Nuestra Señora del Destierro, en lo que hoy es Florianópolis. Estar aquí, pues, es reencontrarnos con los orígenes de nuestro primer obispo, pero también, en estas Islas, con el origen de tantos canarios de Canelones que sienten el orgullo de tener aquí sus raíces, raíces canarias.

El evangelio de hoy nos introduce en un acontecimiento familiar. La fiesta de un casamiento. Durante ella, Jesús va a  realizar un milagro, por mediación de su madre.

Pero estamos en el evangelio según san Juan y eso significa que tenemos que leer con cuidado este relato, porque este evangelista siempre nos llama a mirar y ver mucho más lejos de lo que aparece visible. Todo comienza como una situación que podríamos llamar “normal”:

Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. (Juan 2,1-2)

Como dijimos, un casamiento, una fiesta. En primer plano, entre los invitados, la madre de Jesús. Ella parece la invitada principal. Notemos que a Jesús se le nombra después, diciendo que “también fue invitado con sus discípulos”. Nos podemos imaginar a quienes invitan, diciéndole a María: “que venga también tu hijo, con esos muchachos que están con él”. 

Rápidamente, se introduce en el relato un incidente: se había terminado el vino y eso significaba el fin de la fiesta. Pero esta noticia se nos da ya unida a la intervención de María:

Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: «No tienen vino». (Juan 2,3)

Aquí pienso en cómo nos comunicamos varones y mujeres. Muchos varones solemos recibir una frase como ésa como un dato, una información que se nos proporciona: no tienen vino. Punto. Desde luego, está el lenguaje no verbal, la entonación con que eso se dice y también la sensibilidad del que escucha para captar ese matiz. Ese “no tienen vino” incluye una súplica: “haz algo, hay que ayudarlos”. La respuesta de Jesús muestra que él conoce a su madre y sabe que le está pidiendo algo.

Jesús le respondió: «Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía». (Juan 2,4)

La primera parte de la respuesta de Jesús suena muy humana, suena como un desentendimiento, algo así como “no corresponde que hagamos algo”. Pero hay algo interesante. Jesús no dice “¿y tú que tienes que ver?” o “¿y yo que tengo que ver?”. No. Jesús dice “¿Qué tenemos que ver nosotros?”. Ese nosotros expresa una relación especial con su Madre. Si ella se involucra, lo involucra también a él. Por eso el nosotros.

Pero Jesús agrega otra parte a su respuesta: “Mi hora no ha llegado todavía”. ¿A qué se refiere Jesús? Su hora definitiva es la hora de la cruz, como lo señala Juan antes del lavatorio de los pies, en la última cena:

Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. (Juan 13,1)

Y en esa hora, la hora de pasar al Padre, María volverá a estar presente. El evangelio de Juan nos muestra solo dos momentos en que aparece María: al principio y al final. 

Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre… (Juan 19,25)

A esto se le llama, en el estudio de la Biblia, una inclusio, una inclusión. La vida pública de Jesús queda enmarcada entre esas dos intervenciones de María. Por medio de ese recurso, el evangelista Juan quiere hacernos ver la importancia de María en la hora de Jesús. Pero en este momento no se trata de esa hora definitiva, sino la hora en que Jesús comenzará a manifestar al mundo quién es él.

María no parece interpretar como una negativa las palabras de su Hijo y por eso dice a los servidores esa frase que todos deberíamos llevar grabada en nuestro corazón:

«Hagan todo lo que él les diga». (Juan 2,5)

Efectivamente, a partir de ese momento, Jesús da algunas indicaciones, que fueron seguidas al pie de la letra.

Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una.
Jesús dijo a los sirvientes: «Llenen de agua estas tinajas». Y las llenaron hasta el borde.
«Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete». Así lo hicieron. (Juan 2,6-8)

Y aquí aparece un pasaje que tiene una estudiada ambigüedad. El encargado del banquete probó el vino, sin saber de dónde había salido y llamó al esposo… ¿Quién es el esposo? Lo normal es que pensemos que se está hablando del novio, del recién casado, pero en ningún momento el evangelista nos ha contado nada de él ni de la novia. Por otro lado, el novio estaría completamente ajeno a todo esto.

Los servidores y nosotros, los lectores, al contrario que el encargado, sabemos de dónde salió el vino. El “esposo” que está apareciendo allí, detrás de las palabras ingenuas del encargado de la fiesta, es el que viene a celebrar “las bodas del cordero”, es decir, el Hijo de Dios que viene a desposarse, a unirse en alianza con la humanidad, y trae, de acuerdo a los anuncios proféticos, el mejor vino, como reconoce el encargado:

«Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento» (Juan 2,10)

Y para que no nos queden dudas, el evangelista concluye: 

Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él. (Juan 2,11)

Lo que en los demás evangelios es llamado habitualmente “milagro”, Juan lo llama “signo”, porque eso son los hechos extraordinarios que realiza Jesús: signos que van revelando quién es Él, que van mostrando la gloria de Dios escondida en su humanidad. Y este primer signo despertó en los discípulos la fe: “creyeron en él”. 

La alianza en la que Jesús llama a entrar a toda la humanidad pasa por la respuesta de cada uno de nosotros. Cada uno está invitado a la boda. A cada uno corresponde responder libremente, y actuar en consecuencia. Quien llama es el amor de Dios, que brota del corazón mismo de Jesús. Él espera la respuesta de nuestro corazón. Dejémonos guiar por las palabras de María, la Madre presente, la Madre que nos lleva hasta el Hijo, la que vuelve a decirnos: “hagan todo lo que él les diga”.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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