viernes, 14 de marzo de 2025

“Maestro, ¡qué bien estamos aquí!” (Lucas 9,28b-36). II Domingo de Cuaresma.

“Zona de confort” es una expresión que desde hace algunos años se ha ido abriendo camino y ha entrado en nuestras conversaciones. Se la define como un estado mental en el que una persona se siente cómoda y segura, evitando riesgos y ansiedad. En la zona de confort, uno se siente bien… pero, a veces, eso se hace a costa de negarse a ver algunas luces amarillas de advertencia, algunas señales de que estamos caminando en una falsa seguridad. Ahí la zona de confort se vuelve como una zona de evasión…

En el Evangelio de hoy encontramos esas palabras de Pedro que tomamos hoy como título y que parecen sugerir que Pedro quiere crear una zona de confort:

«Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» (Lucas 9,33)

Pedro, Santiago y Juan habían sido llevados por Jesús a una montaña, que hoy se identifica con el monte Tabor, ubicado en la antigua Galilea. Jesús los llevó allí “para orar”, como dice el evangelista Lucas. Sin embargo, los discípulos van a vivir una experiencia que motivará el deseo de Pedro de quedarse allí, de prolongar ese momento:

Mientras [Jesús] oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. (Lucas 9,29-31)

La visión que tienen Pedro y sus compañeros en el Tabor es enormemente gratificante. Literalmente se podría decir que están “tocando el cielo con las manos”. Pero esa visión tiene una finalidad y así lo ha entendido la Iglesia, como lo expresa el prefacio de este segundo domingo de Cuaresma, en el que se manifiesta que Jesús reveló a sus discípulos el esplendor de su gloria, 

... para que constara, con el testimonio de la Ley y los Profetas,
que, por la pasión, debía llegar a la gloria de la resurrección.
(Prefacio, II domingo de Cuaresma)

El sentido, pues, de la experiencia que Jesús hace vivir a sus discípulos, es prepararlos para el gran escándalo de la cruz. El rostro que contemplan los discípulos en el monte, ese rostro transfigurado, se volverá irreconocible en la pasión, deformado por el sufrimiento y cubierto de sangre, sudor y polvo.

Así lo había anunciado el profeta Isaías en uno de los cánticos del servidor sufriente:

Muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano (Isaías 52,14)

Pero el profeta anunciaba también el triunfo del servidor:

Sí, mi Servidor triunfará: será exaltado y elevado a una altura muy grande. (Isaías 52,13)

Para los discípulos, la contemplación a la que han tenido acceso genera en ellos el deseo de eternizar ese momento; pero la eternidad no ha llegado todavía. Deberán bajar con Jesús del monte, para seguir el camino hacia Jerusalén: el camino que lleva a la pasión y a la muerte, pero también a la resurrección y a la vida, a través de la cruz.

Después de referirnos las palabras de Pedro, qué bien estamos aquí, hagamos tres carpas, el evangelista nos advierte “Él no sabía lo que decía” (Lucas 9,33). Inmediatamente se produce un cambio en el escenario:

Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo.» Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. (Lucas 9,34-36)

Ahí terminó el episodio. Volviendo sobre pasajes anteriores del evangelio, comprendemos mejor lo que quiso hacer Jesús. Ocho días antes, Él había dicho:

«El hijo del hombre debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día». (Lucas 9,21)

Lo mismo vale para los discípulos. A continuación dice Jesús:

«El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará». (Lucas 9,23-24)

Jesús no llevó a los discípulos al Tabor como una especie de “recreo”, de descanso, sino a vivir una fuerte experiencia de Dios que los animara a superar el escándalo de la pasión y a llevar su propia cruz.

Llevar la cruz es asumir el dolor y el sufrimiento que nos ha tocado. No es resignación ni masoquismo: es creer que si morimos con Cristo, es decir, si unimos nuestro dolor a su Pasión, viviremos con Él. Las pruebas, las tribulaciones, las dificultades que experimentamos tienen su superación en la Pascua. Nuestra vida se hace pascual cuando vamos transitando esos momentos de muerte y resurrección hasta llegar un día a compartir en forma definitiva la muerte y resurrección del Señor.

Este domingo, Jesús nos invita también a nosotros a subir al monte a orar. Quedémonos con Él en el silencio, en la contemplación de su rostro, en su presencia en la Eucaristía, siempre buscándolo a Él. No se trata de construir una “zona de confort” donde evadirnos y olvidarnos de nuestra cruz, sino de encontrar en el Señor la fuerza para seguir cada día caminando con Él en esperanza, como Pueblo de Dios que marcha hacia la Pascua.

En esta semana

Miércoles 19. Solemnidad de San José, esposo de la Virgen María. Nos confiamos a este gran patriarca, custodio del Redentor y de su Madre, siempre disponible para poner de inmediato en obra todo lo que Dios le pidió, que no fue poco.

Jueves 20. Nuestro Obispo emérito, Monseñor Alberto Sanguinetti celebra los quince años de su ordenación episcopal. Lo hará en la catedral de Canelones, comenzando por el rezo de Vísperas, a las 18:30, seguido de la Santa Misa.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Sigamos profundizando nuestro camino de Cuaresma, camino de esperanza, con la bendición de Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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