El 9 de febrero de 1818, un sacerdote francés llamado Juan Bautista María Vianney, se encontraba muy cerca del lugar al que había sido enviado por su Obispo. Se trataba de Ars, una aldea de apenas 250 habitantes, todos ellos de condición muy humilde. Juan Bautista había sido ordenado casi tres años antes y el pueblito era su segundo destino. Todavía no era propiamente una parroquia; dependía de la vecina Misérieux. Sin embargo, tres años más tarde, aquella aldea considerada “el último pueblo de la diócesis” era convertida en parroquia y la figura de su cura párroco ganaría considerable notoriedad, convocando peregrinos de toda Francia.
Al atardecer de ese 9 de febrero, el P. Vianney, desconocedor de aquellos caminos rurales, se encontraba perdido entre la niebla que estaba apareciendo. La Providencia puso en su camino un pastorcito, Antoine Givre, que le señaló el camino que llevaba al pueblo.
Después de escuchar las indicaciones, el sacerdote dijo al chico:
“Tú me has mostrado el camino de Ars: yo te mostraré el camino del Cielo”.Un monumento ubicado en aquel cruce de caminos recuerda ese acontecimiento que marcó el ministerio de aquel sacerdote que se transformaría en “el Santo Cura de Ars”, actualmente patrono de todos los sacerdotes.
Para completar esta pequeña gran historia, diremos que Antoine creció, formó una familia, participó en la vida parroquial… y murió cinco días después que su párroco, que partió antes, cumpliendo su promesa de mostrarle el camino del Cielo.
San Juan Bautista María Vianney murió hace 160 años, el 4 de agosto de 1859.
Esta historia del Cura de Ars me recuerda lo que siento muchas veces cuando celebro Misas con niños. Al leer el Evangelio, me pregunto: “¿qué entenderán de lo que estoy leyendo?”. No porque los niños sean tontos, sino porque el mensaje del Evangelio viene envuelto en lenguaje de otro tiempo y de otra cultura y se hace necesario explicarlo. Cuando los niños captan el mensaje de Jesús pueden decirnos cosas sorprendentes y mostrarnos su capacidad de encontrar a Dios.
Cuando el P. Vianney le decía al pequeño Antoine “yo te mostraré el camino del Cielo”, estoy seguro de que el niño entendía suficientemente de qué estaba hablando el Cura. Una vida eterna, junto a Dios, después de la muerte, habitando en el Cielo, en el Paraíso con todos los santos. ¿Qué entendería un niño, un adolescente, un joven de hoy si le decimos “yo te mostraré el camino del Cielo”? O si les preguntamos simplemente si pueden decirnos algo del Cielo ¿qué nos responderían?
Las lecturas de este domingo guardan relación con este tema. Veamos primero lo que dice san Pablo a los colosenses:
Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra.Busquen los bienes del Cielo, piensen en las cosas celestiales ¿qué quiere decir eso? (No ya para un niño, sino para nosotros mismos).
En realidad, tenemos que empezar por lo primero que dice Pablo: “ya que ustedes han resucitado con Cristo” ¿de qué está hablando?
Pablo escribe a personas que han sido bautizadas ya adultas y que han vivido intensamente el momento de su bautismo, apreciando lo que significa este sacramento: compartir la Pascua de Cristo, su muerte y su resurrección. Morir con Cristo: dejar atrás todo lo que hasta el momento nos ha apartado de Dios, todo lo que ha habido de pecado, maldad, extravío para resucitar con Cristo: nacer de nuevo, empezar una vida nueva, una vida de seguimiento de Jesús en la comunidad Iglesia.
Ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus obras y se revistieron del hombre nuevo,sigue diciendo Pablo; y desde ahí se comprende su llamado: buscar los bienes del Cielo es procurar vivir cada día como esa persona nueva que sigue a Jesús, para llegar a estar unida a Él para siempre, en la eternidad, “en el Cielo”, para seguir usando ese lenguaje.
Pablo sigue explicando qué es lo que hay que dejar atrás, aquello que él llama las cosas terrenas, en oposición a las celestiales. Hay que dejar todo lo que es terrenal: la lujuria, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y también la avaricia, que es una forma de idolatría.
El discípulo de Jesús pone en el centro de su vida el seguimiento del Maestro. Desde ese centro se ordena y se organiza toda su vida. La fe y la vida de fe no son un accesorio, un rato de oración al día o la Misa del domingo. Esos tiempos no están para decir “ya cumplí y ahora sigo con lo que estaba”, sino como encuentro con el Señor, alimento necesario para pensar, sentir, actuar, en definitiva, para vivir en todo momento como discípulo de Jesús.
Pablo pone énfasis en la avaricia e indica que es una forma de idolatría. La idolatría es poner en el centro de nuestra vida algo o alguien que no es Dios: esa cosa o esa persona se convierte en un ídolo, un falso dios que ponemos antes que todo lo demás.
En el evangelio de este domingo, Jesús se refiere particularmente a la avaricia, con esta breve parábola:
«Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: "¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha". Después pensó: "Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida".
Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?"
Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios».
¿Por qué Dios le dice “insensato” a este hombre? Este hombre fue capaz de organizar el trabajo de sus tierras de modo de alcanzar una gran producción. Al cosechar, piensa cómo puede administrar mejor lo que ha acumulado. Decide construir graneros más grandes… su vida se organiza alrededor de esos bienes que ha juntado y en disfrutar de ellos. Sin embargo, no ha tenido la inteligencia de conseguir ni guardar otro tipo de bienes: los bienes espirituales, los bienes del cielo. El se siente rico, pero es, en realidad, pobre ante los ojos de Dios. Se ha olvidado o no ha sabido ver que la vida es un don, es algo recibido y sólo encuentra su sentido en Aquel que nos ha creado, en Dios que nos ha llamado a la vida.
“Donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón.” (Lucas 12,34)dice Jesús en el evangelio que leeremos el próximo domingo.
Amigas y amigos: el discípulo y la discípula de Jesús saben dónde tienen puesto su corazón. Trabajan para satisfacer sus necesidades y las de los suyos y también para poder ser solidarios con los necesitados. Su corazón es libre. No se apegan a las cosas, porque saben que su vida no está en tener y acumular, sino en vivir auténticamente al amor a Dios y al prójimo.
Gracias por su amable atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.
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