jueves, 22 de agosto de 2019

"Traten de entrar por la puerta estrecha" (Lucas 13,22-30). Domingo XXI del Tiempo Ordinario.







Un hombre llega hasta la puerta de la Ley y encuentra allí un guardián. El hombre pide entrar, pero el guardián le dice que en ese momento no puede autorizarlo a ingresar. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde. “Puede ser”, contesta el guardián, “pero ahora no”.
La puerta está abierta. El hombre intenta asomarse, pero el guardián insiste en que no puede dejarlo entrar y, si aún consiguiera hacerlo, adentro se encontraría con guardias más fuertes que le impedirían seguir adelante.
El hombre comienza una larga espera ante la puerta. Por todos los medios intenta convencer al guardián. No lo logra. Pasan los años. Ya cerca de su muerte, el hombre se da cuenta de algo y dice al guardián:
“Todos buscan la Ley ¿Cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para entrar?
El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras.
“Nadie más podía entrar por aquí, porque esta puerta estaba destinada a ti solamente. Ahora
cerraré.”
Esta extraña historia de frustración, que he tratado de resumir, manteniendo sin cambios el final, es un cuento del escritor Franz Kafka, titulado “Ante la Ley”. A pesar de lo desconcertante que pueda resultar, algo de este relato puede ayudarnos a meditar sobre el evangelio que escucharemos este domingo.

El pasaje del evangelio al que me refiero es conocido como “la puerta estrecha”. Dice Jesús:
Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán.
Muchos no lo conseguirán… como el hombre del cuento. ¿Qué significa la puerta estrecha?

La interpretación que surge más fácilmente es que Jesús está hablando de las exigencias que conlleva el querer seguirlo seriamente, seguirlo de verdad. Jesús es un amigo exigente. Su exigencia no es arbitraria ni tiránica. Viene del amor, amor que quiere que aparezca lo mejor de cada uno de nosotros, lo mejor que llevamos dentro, lo que él mismo ha puesto allí. Es la exigencia de que no nos conformemos con la mediocridad… Hace años, el Papa emérito Benedicto XVI, decía que nuestra mayor amenaza
“es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad” (1).
Sucede en la Iglesia… y en la vida toda, diluyendo ideales, matando talentos, enfriando el amor.

Las palabras de Jesús están respondiendo, aunque no lo parezca, a una pregunta que le han hecho.
«Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?»
Aunque Jesús dice que muchos no lo conseguirán, responde poniendo el acento en lo que el ser humano tiene que hacer para salvarse. La salvación es un don de Dios, que está más allá de nuestros esfuerzos humanos; pero hay deberes que cumplir, normas morales a las que obedecer. La puerta estrecha, entendida así, es el camino de la rectitud, de la honestidad, de la verdad.
salmo

Es posible hacer todavía otra interpretación de la puerta estrecha, que no contradice la primera. Se trata del camino que Dios tiene reservado para cada uno de nosotros. Tenemos que encontrar nuestra propia puerta y, aunque cueste esfuerzo, entrar por ella y no quedarnos afuera como el hombre de Kafka.

La puerta que Dios tiene reservada para cada uno de nosotros es nuestra vocación. Hoy se habla menos de vocación que en otro tiempo. Tal vez aparece como algo excepcional, muchas veces relacionado con la vida religiosa o con una profesión vivida con especial entrega. Cuando conocemos a alguien así, solemos decir que tiene “una verdadera vocación”.

Vocación quiere decir “llamado”, y ese llamado que se siente interiormente viene de Dios. Si quitamos a Dios, si no creemos que es Él quien llama, la vocación se vacía de su significado más profundo. Queda reducida a una orientación laboral o académica que corresponda a nuestras aptitudes o inclinaciones, pero no llega a la médula, al sentido de nuestra vida.

El amor de Dios nos ha sacado de la nada y nos ha dado esta existencia. En su amor, Dios nos ha llamado a la vida para llegar a ser semejantes a su Hijo; a llegar a ser hijos suyos y compartir su felicidad eterna. El llamado de Dios espera nuestra respuesta libre y comprometida, la correspondencia de nuestro amor a su amor. A la vez, Dios mismo nos da los medios para que podamos responder a su llamado.

Dios sigue llamando… pero no a unos pocos elegidos, sino a cada ser humano que viene a este mundo. No es un llamado individual, para que cada uno busque su autorrealización; es un llamado personal, porque abarca lo que nos hace personas, es decir, una relación de auto donación con los demás, consigo mismo, con el mundo y con Dios.

Junto a esa vocación humana, la vocación cristiana. La vocación de todo bautizado: responder al llamado de Jesús y seguirlo, como discípulo misionero. Este llamado viene de la consagración bautismal. Por el bautismo nos hemos unido a la muerte y resurrección de Jesús, que nos llama a seguirlo de diferentes maneras.

La vocación cristiana se realiza en una vocación específica. Aquí se abren tres grandes avenidas, donde caminamos junto a muchos otros, pero para llegar a esa puerta propia de cada uno.

Una es vivir como fiel laico, miembro del Pueblo de Dios, formando una familia, ganándose la vida con un oficio o profesión, siendo buen vecino y ciudadano, miembro activo de la Iglesia. En todo, siguiendo a Jesús y participando en el anuncio del Evangelio, ante todo con el testimonio de vida.

Otra es la vida religiosa: varones y mujeres que se consagran a Dios con votos o promesas de pobreza, obediencia y castidad, viviendo en comunidad y siguiendo a Jesús dentro de un carisma particular.

Una tercera es la vida sacerdotal. El sacerdocio no es una profesión. Abarca la vida íntegra del varón que recibe el sacramento del orden. No se trata de actuar como sacerdote en el marco de una función, sino que se trata de ser siempre sacerdote, viviendo, con la ayuda de Dios, en fidelidad a las promesas hechas en el día de la ordenación, en el servicio a Dios y al prójimo.


Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y les muestre sus caminos. Hasta la próxima semana si Dios quiere.

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